Hace poco tiempo, tan cercano que se conserva fresco en la memoria, había personas capaces de leer a los otros como se lee un libro: al revisar su vestimenta y conocer su edad, apellido, lugar de origen, nivel educativo, se hacían una primera impresión. Después, con habilidad obtenían más datos: ¿qué libros leían?, ¿por qué partido votaban?, ¿qué música escuchaban?, ¿qué pensaban sobre los asuntos en debate?, ¿de dónde llegaron sus abuelos?

Un padre de familia, preocupado por su hija, buscaba la manera de escudriñar en el pasado del pretendiente. Además de lo anterior, quería cerciorarse de la estabilidad de su empleo actual y del potencial del muchacho como futuro proveedor de bienes. Con mayor o menor discreción, sometían al candidato a una serie de pruebas. Tratar al posible yerno con desdén estaba bien visto.

Entonces, vinieron los cambios: millones de jóvenes y viejos acudieron a los salones de tatuaje para dibujar signos en su piel. Pintaron su cabello de colores y se colgaron joyas metálicas en el cuerpo. Usaron ropa desgarrada. Tiraron por la borda la estructura anterior, tan útil para clasificar a los seres humanos mediante un sistema semejante al de las castas de India o de Nueva España. Las razas se mezclaron como nunca antes en la historia; han producido nuevas combinaciones de rasgos, tonos de piel, rizos en el cabello y color en los ojos que desconciertan a quienes colocan a los demás en cajas con etiquetas de identificación fácil.

El código de barras que usamos para fines mercantiles está siendo sustituido por el de Respuesta Rápida (Quick Response: QR) de dos dimensiones. Si este avance tecnológico hubiera estado al alcance del ejército nazi, es posible que lo hubieran empleado para marcar a los prisioneros de campos de concentración.

La película israelita Pie de página, de 2011, fue dirigida por Joseph Cedar; el argumento nos presenta el conflicto entre padre e hijo, ambos estudiosos del Talmud y profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Lior Ashkenazi encarna al hijo; en esa cinta, el actor tiene un enorme parecido con mi esposo, por eso recuerdo con precisión las escenas. Este personaje recibe un premio otorgado por el Ministerio de Educación. Cuando los amigos más cercanos asisten a la ceremonia, tienen que portar un brazalete electrónico que indica a los jefes de seguridad el lugar exacto en que se encuentran los invitados. Nadie puede escapar del escrutinio de este Big Brother, que vuelve reales las tramas de las novelas apocalípticas que dieron lugar a varias series con juegos del tiempo y el espacio.

En 2011, las medidas de seguridad en Israel nos parecían extremas. Ha llegado nuestro momento: cada día estamos más vigilados por cámaras de televisión de alta fidelidad colocadas en calles y plazas. Empleados sin escrúpulos venden bancos de datos personales. Para hacer gestiones, tenemos que demostrar quiénes somos mediante las huellas digitales. En el proceso, se ha perdido el derecho a la privacidad. Los documentos de identidad son mercancía a la venta.

En mi adolescencia, las señoras curiosas nos hacían tres preguntas y adivinaban nuestro futuro de manera certera. Hoy, al carecer de un QR personal, la lectura de seres humanos es un proceso complejo, de pronóstico reservado.

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