Las siglas cuentan mucho. Pregúntenle a Meade. Unas siglas nuevas generan el espejismo de que un partido es fresco. El cambio de siglas es mágico. Ocurrió con el PRD en 1989; surgió de una ruptura del viejo PRI en el momento de su conversión hacia el neoliberalismo. Vino entonces la ilusión de un nuevo partido comprometido verdaderamente con el progreso. Pero pasó el tiempo y, en aras de debilitar al PRI, el PRD empezó a aceptar priístas. Sus nuevos miembros, al saltar de partido, se purificaban. Pero el PRD fue perdiendo credibilidad: en sus gobiernos hubo corrupción, abusos, antidemocracia y opacidad.

Morena surgió de una ruptura con el PRD. La razón que dio Amlo no fue la adopción de un nuevo modelo económico, sino su participación del PRD en el Pacto por México. Pero la ruptura de Morena se dio antes. La verdadera razón fue la pérdida de influencia de Amlo en el PRD: tras su derrota de 2012, empezó a perder fuerza dentro del sol azteca. Ni siquiera había garantía de que pudiera ser candidato en 2018. Requería de un nuevo partido. Calculó bien, pues buena parte de los votos que él recibía eran de él, no del PRD. Acusando al PRD de corrupción y claudicación de principios, las siglas de Morena surgirían como símbolo de pureza. Que el nuevo partido sea nutrido por muchos que militaban en el PRD corrupto, además de por miembros del PRIAN, es lo de menos. Ahora pertenecen al partido que se presenta como un referente moral.

Y la magia que las nuevas siglas ejercen en millones de ciudadanos se traduce en millones de votos. Aquello que ofrezca el PRI y el PAN no goza de credibilidad: gobernaron y no cumplieron. Las promesas del nuevo partido suenan creíbles porque jamás ha gobernado, aunque muchos de sus dirigentes sí lo hayan hecho, siendo corresponsables de la situación que ahora se condena. Algo semejante ocurrió con El Bronco en Nuevo León, bajo el espejismo de su candidatura independiente. Ahí hicieron caso omiso de sus 30 años de militancia priísta. La magia de las nuevas siglas explica lo que está ocurriendo. Así, cuando se impone el hartazgo, hay una fuerte motivación para que el elector pruebe con un partido formal y nominalmente nuevo (e incluso, idealizarlo como un genuino referente moral).

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