Es fácil caer en la tentación de colocar a don Arturo Martínez como villano por su dirección de una de las cintas más torpes del cine mexicano, Me caí de la nube, glorificando a Cornelio Reina y desperdiciando a Claudia Martell y a Rosenda Bernal (aquella que cantaba “Los laureles”, con el ritmo adecuado y ladeando rítmicamente la cabeza, pero enfundada en hot pants, aquella horrenda moda de principios de los 70), pero bien vista, pese a escenas burdas, tenía sentido del humor y estaba dirigida a un público nada exigente, que no distinguiría los cambios abruptos en las caminatas, ni en el detalle de los zapatos Canadá que usaba el héroe.


Pero hay que admitir que Martínez era villano temible cuando se requería; por ejemplo, como esbirro de don Julio Villarreal para entre ambos, y otros más, mantear a Germán Valdés porque intentaba rescatar a Carmelita Molina en Soy charro de levita, y al final, salir derrotado de manera inesperada.


Martínez tenía un físico esmirriado, delgadísimo como para aterrorizar a nadie, y en las peleas casi siempre era apaleado por los muchachos (como se llamaba a los héroes de las épocas en que más maniqueos eran unos y otros); pero no necesitaba la fuerza bruta, con sólo su gesto fiero, sus maneras suaves, su voz de tenor acostumbrado a las frases cortas y contundentes, la mirada fija que conllevaba la amenaza no de golpes, sino de la tortura lenta y cruel, la sonrisa socarrona y la risa obscena, que terminaba en la mirada lujuriosa en piernas y pechos de las heroínas, y la manera de usar el sombrero de lado, como ocultando esa mirada lujuriosa que significaba “mía o de nadie”.


Pocos villanos con un debut tan deslumbrante: es Luis Coronado, despreciado por María (la fría e inexpresiva Miroslava), y quien se venga charrasqueando a Juan Robledo (tal vez por lo horrendo que canta “vengan canciones… de puro gusto y hasta relincho”), en una escena previsible (“cuídate Juan que ya por ahi te andan buscando… no tuvo tiempo de montar en su caballo, pistola en mano se le echaron de a montón”), y todavía alardea cuando una bala atraviesa su corazón, pero disparada a traición por Martínez, sin saber que varias cintas después su hija estaría a punto de casarse con uno de tantos hijos de Robledo, pagando así sus culpas. (Confesión vergonzante: en una misma función en el Cine Tepeyac vi ambas cintas sobre Juan Charrasqueado, el protagonista de una de las canciones que dio al habla coloquial tantas frases que se hicieron parte de nuestro lenguaje cotidiano. Me conmovió casi hasta el llanto, además de perder una bufanda con la que me protegería del sereno; por fortuna no enfermé.)


Martínez abraza a las heroínas con una impudicia sólo igualada en nuestro cine por don José María Linares-Rivas; las hace sentir que al poseerlas las degradará, se sienten asqueadas por la sola insinuación, y por la pronunciación lasciva de la palabra “chiquita”; es también repelido por los “muchachos”; es el perfecto traidor, es quien delata y además por placer, pero quien no perdona la traición en las bandas a las que pertenece; es quien mata no sólo a traición sino con la turbia mirada de sadismo.


En más de la mitad de sus 180 apariciones fílmicas la hace de villano, pero es quien más reciente la infidelidad de la esposa casquivana (Meche Barba) y quien finge ser narcotizado para matar a balazos a la infiel y a su amante en Casa de vecindad, es quien sufre los desprecios de Rosita Quintana en Escuela de valientes sólo para ser atropellado por su caballo para que Piporro se lleve los créditos; es quien legítimamente desea a Ana Luisa Peluffo y a Silvana Pampanini (ambas ceden ante el arrogante y chocante Armendáriz en Sed de amor); es el burócrata que pone la trampa al ministro que aspira a la presidencia; bueno, ni siquiera cuando es bueno (Tiempo de morir) se le quita el gesto de malo.


Fue tan buen actor que en sus últimos créditos alcanzó una distinción que no pocos consiguieron: Don Arturo Martínez, algo comparable a Fernando y Domingo Soler, pero ni Pedro Infante ni Jorge Negrete ni Pedro Armendáriz.


Debo agregar que, sin embargo, como villano es previsible, por lo maniqueo de sus personajes; también, que dos de sus actuaciones más memorables fueron no como “malo”: en Policías y ladrones, antes de ser derrotado por Adalberto Martínez y Ricardo Moreno (nadie más popular que él en sus tiempos de gloria, nadie más castigado por la vida luego de unos pocos meses de celebridad), tortura a Resortes y a la guapa y poco apreciada Lucy González, y para que los vecinos no los oigan quejarse, pone en un Garrard una canción de moda, “Cógele bien el compás”, con la Orquesta América, y mientras, Martínez y sus esbirros  Manuel Dondé, Jose Luis Fernández, Mario Castillo y el temible Lobo Negro, bailan  con sabor y cadencia que Resortes era incapaz de expresar; uno lamenta que lleguen los buenos.


Y en Quiéreme porque me muero es un odioso y amanerado jefe de personal de Sears Roebuck, que maltrata a los empleados, y al ser desplazado por el poco simpático héroe Abel Salazar, se niega a ser degradado a elevadorista: “de limón la never”, dice quebrando la cintura.


Muchos grandes momentos como villano, y dos ridiculizando a villanos, le ganaron la gloria cinematográfica, además de por alguna que otra cinta dirigida con decoro (por ejemplo, Julissa mostrando, por una vez sin vulgaridad, sus bombachas en pleno Lago de Chapultepec)

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