“Pero si tú le vas al Cruz Azul”, me increpó mi amigo. Entonces ¿Por qué festejas en tu muro de Facebook que ganaron los Gallos a los Xolos? ¿Tienes algo contra el equipo fronterizo? 
No, déjenme les explico: siendo yo un niño de ocho o nueve años (o sea, hace más de cinco décadas) tenía unos amigos, Hugo y Pato (nunca supe como se llamaba en realidad), y ellos eran vecinos inmediatos del Señor Rufo, por aquel entonces entrenador de los Gallos Blancos del Querétaro de la Segunda División.

Don Rufo, como ellos le decían, un cincuentón calvito, argentino, alto y delgado los invitaba cada quince días al estadio para ver el partido a nivel de cancha como recoge bolas, y ellos a su vez me hicieron extensiva la invitación, pero... Lamentablemente, llegué tarde al punto de reunión.

De momento pensé en regresarme a mi casita, pero si ya tenía el permiso de mis papás y si los niños entrábamos gratis en cabecera, pues opté por irme solo al Municipal (En esos tiempos el Corregidora no existía ni en los más ambiciosos sueños de los directivos queretanos).

Al llegar me percaté de que sí, eran niños gratis pero... ¡ACOMPAÑADOS DE UN ADULTO! Así que me le pegué al primer señor que entró solo y me colé detrás de unos chiquillos que en lugar de correr hacia el alambrado para ver el partido (no había donde sentarse así que pegarse al alambrado era la mejor opción), se fueron derechito a las gradas laterales de sombra y se colaron por un hueco donde apenas cabían, obviamente yo hice lo propio.

A partir de entonces cada quincena con los Gallos como locales repetía la misma acción y hasta aprendí a sortear la alambrada que había entre la grada lateral y la central y disfrutaba los partidos desde el mejor lugar del estadio. Cómodamente instalado en ese punto pude presenciar los atajadones de Pedro Pantera Cortés, decenas de goles de Silvano Téllez, increíbles jugadas del Pingüino Hernández y muchas otras linduras... Hasta que ya no tuve edad ni complexión para pasar como niño.

Aún así ahorraba mis domingos y de vez en cuando regresaba a apoyar a mis Gallos, aunque nunca subieran, aunque ahora se llamaran Atletas Campesinos, Atletas Industriales, Estudiantes de Querétaro, etc., el amor a los colores queretanos seguía siendo el mismo.

No tengo nada contra los Xolos, es que... De repente me acuerdo de que en el 76 me fui a México y dejé solos a mis Gallos... Nunca regresé al Municipal a apoyarlos, al Corregidora apenas si he ido una vez (a apoyar a mi Máquina contra el Celaya, el Miguel Alemán Valdés nos quedaba chico para tantos cruzazulinos interesados).

¿Ya ven? No soy yo, es ese adolescente de 13 o 14 años que vive en el fondo de mi corazón azul, que se imagina aún sentado en las gradas de Sol (para ese tiempo ya el Municipal tenía gradas de sol) presenciando como la Tingusa Madrigal avanza pegadito a la banda con esa velocidad endemoniada que le caracteriza, se corta hacia el centro y sirve para el Profe Miguel González, quien avanza unos metros a balón controlado y con su bien educada pierna manda un zapatazo al centro del área, donde López Patlán se levanta y con la testa conecta la de gajos anidándola en las piolas de la cabaña enemiga, ante la mirada impávida del cancerbero visitante y anotando el gol de la quiniela.

Gol, gol, goooool de Eleuterio López Patlán, gooool de los Gallos Blancos del Querétaro... Entonces, con un nudo en el alma más que en la garganta, yo también me pongo de pie, levanto los brazos y emito ese grito contenido por décadas: ¡Ga-llos, Ga-llos, Ga-llos...!

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