La primera persona que me miró fue mi padre. El doctor Felipe G. Dobarganes me recibió al salir del vientre de mi madre y en seguida me dejó en los brazos paternos para dedicarse a atenderla. Este hecho era inusitado en aquellos días, cuando la costumbre marcaba que el progenitor quedara fuera de la sala de partos, nervioso y afligido. Los maridos, aislados de la escena, consumían cigarrillos recorriendo los pasillos del hospital —sí, en todas partes se permitía fumar— mientras transcurrían horas interminables que significaban para ellos el paso de la libertad a la paternidad. La joven parturienta esperaba a que médicos y enfermeras recibieran al bebé y le dieran las primeras atenciones, antes de que permitieran el acercamiento entre madre e hijo.

Mi padre, un joven a punto de cumplir 24 años, pudo presenciar mi llegada al mundo y auxiliar al médico porque las enfermeras no se presentaron a tiempo. La práctica de permitir la presencia del padre es cada vez más frecuente: por fortuna las nuevas generaciones pueden vivir ese amoroso primer encuentro de miradas con los seres que los traen al mundo, para establecer un vínculo que durará la vida entera.

En los últimos años, la salud de los ojos de nuestros padres ha sido motivo de preocupación para mis hermanos y para mí. Ellos están perdiendo el privilegio de ver el mundo, de leer las páginas de los libros, de gozar del argumento de películas y series de televisión, de enterarse de las noticias de un periódico, de apreciar la belleza de un cuadro o de mirar a sus nietos para constatar cómo han crecido. Todos los sentidos tienen un valor inmenso. La vista, sin embargo, es más valiosa que los otros. Sin la ayuda de los ojos, una persona se vuelve débil, desprotegida. El cuerpo entero tiene que hacer un esfuerzo doble para suplir sus funciones. Las manos desarrollan el tacto, los oídos engrandecen su rango de acción para imaginar distancias entre la persona y el origen de los sonidos.

Borges declaraba sobre su ceguera: “Es como un largo atardecer de verano”.

En su libro Solo mientras tanto, de 1950, Mario Benedetti incluyó el poema “Las primeras miradas”: Cómo encontrar un sitio con los primeros ojos, / un sitio donde asir la larga soledad / con los primeros ojos, sin gastar / las primeras miradas, / y si quedan maltrechas de significados, / de cáscara de ideales, de purezas inmundas, / cómo encontrar un río con los primeros pasos, / un río —para lavarlos— que las lleve”.

Los que alcanzan niveles de profundidad en la meditación hablan de la mirada interior y la vinculan con el sueño. El poema narrativo “El sueño de dos noches”, de Alberto Ruy Sánchez, dice: “Anoche soñé que venías hacia mí con la mano extendida y una sonrisa afilada revelando todas tus intenciones. Te veía acercarte, cruzar las sombras, y me iba sintiendo cada vez más atraído por el imán de tus ojos. Pero de pronto, un rayo de luz tocaba tu cara y me di cuenta de que los tenías cerrados. Me veías desde tu sueño. Me despertabas pero estabas dormida. Caminabas hacia mí como si miraras por las manos, por todos los poros de la piel. Y te seguías acercando. Me despertabas para que entrara en el sueño más profundo que tenías, el sueño de tu cuerpo. Que era como una noche nueva dentro de la noche. Tu obscuridad me devoraba. Éramos dos sonámbulos amándose en tu sueño y en el mío”.

Una mirada reconoce al otro, le dice: “Te acepto, admiro tu calidad humana y valoro tu trabajo”. La mirada de un abuelo es invaluable. Acaricia con los ojos al nieto y aprecia su belleza. Da a las generaciones venideras un sitio en el mundo, la continuidad de la especie, el orgullo de pertenecer a la familia, la trasmisión de los genes. Todo ello, con el más grande amor que puede haber. Los ojos de los abuelos deberían ser perfectos siempre, para que su mirada sea equiparable a su legado.

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