La cifra de las elecciones del año pasado que pervive en eso que llamamos memoria colectiva es la de los 30 millones de votos que obtuvo López Obrador. Y quizá no podía ser de otra manera. Era el cargo más importante en disputa. Pero no se ha subrayado con suficiencia un “pequeño detalle”: lo que sucedió con la integración de las Cámaras del Congreso (por cuestiones de espacio solo me referiré a la de Diputados).

¿Cómo fue posible que la coalición Juntos Haremos Historia (Morena, PT, PES) que obtuvo 44% de los votos terminara con mayoría de asientos en la Cámara? y ¿cómo fue posible que el voto disperso de las otras dos coaliciones, del 56%, se convirtiera en minoría?

Se trata de una sensible alteración del principio de representación. Porque cuando la minoría de votos se transforma en mayoría de escaños y a la inversa, algo está mal. Si a ello sumamos que la Constitución establece, con claridad, que entre votos y curules no puede existir una diferencia mayor del 8%, las preguntas anteriores adquieren una mayor relevancia. Pues bien, Ciro Murayama, consejero electoral del INE, ha publicado un artículo no solo pedagógico sino altamente pertinente en términos políticos (Nexos Nº 499, julio 2019).

La respuesta a las preguntas es relativamente sencilla: violando en un punto sensible la letra y el espíritu de la ley (esto lo digo yo, no Murayama): dado que se trató de una coalición parcial, y es en el convenio que construye a la misma donde se establece la pertenencia de cada candidato a un determinado partido, lo que se hizo fue disfrazar a candidatos de Morena como si fueran del PES o el PT.

Murayama ofrece una solución, a futuro, no solo razonable sino sencilla. Dado que, con las reglas actuales, son los partidos, a través de un convenio, los que dicen de qué partido es cada candidato (y ahí puede estar la maña), se trataría de que cuando existan coaliciones el ganador de cada distrito se asigne al partido que haya contribuido con más votos al triunfo. El poder dejaría de estar en las direcciones de los partidos para transferirlo a los electores. Ilustra con lo que sucedió en 2018: “La coalición Juntos Haremos Historia postuló las mismas candidaturas… en 292 de los 300 distritos —142 fueron registrados como candidatos adscritos a Morena, 75 al PT y 75 más al PES—… La coalición obtuvo el triunfo en 212 distritos (98 para Morena, 58 del PT y 56 del PES (digo yo, nominalmente)… (y) gracias a ello Morena participó en la distribución de plurinominales teniendo 106 diputados de mayoría relativa (ganó 8 distritos en solitario)…”. El tema es que varios de los candidatos del PT y el PES eran realmente de Morena, de ahí que en la asignación de plurinominales Morena rebasara realmente (no, nominalmente) el 8% que permite la Constitución. Si la fórmula Murayama se hubiese aplicado (es decir, asignar el ganador al partido que más votos hubiera aportado al triunfo, Morena hubiese tenido 220 diputados uninominales y no 106). Si usted quiere hacer a un lado el galimatías anterior puede hacerlo, solo recuerde que oficialmente el INE le asignó a Morena 191 diputados en total, pero “curiosamente” el día de la instalación de la Cámara ya contaba con 252.

El segundo paso que propone el Consejero es aún más sencillo. Que la asignación de diputados plurinominales se haga con la intención expresa de ajustar el porcentaje de curules al porcentaje de votos, de tal suerte que al final tengamos una representación lo más ajustada posible al porcentaje de votos de cada partido. Ello no solo es lo más justo, también es lo que expresa mejor el espíritu democrático, y además sería el cumplimiento de una añeja aspiración de la izquierda democrática. Escribí, democrática.

Profesor de la UNAM

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