Hace algunas semanas estuvo en México el titular del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En la conferencia de prensa que dio al término de su visita, afirmó haber escuchado “historias de increíble violencia que me rompieron el corazón”, refiriéndose a los abusos que se comenten contra los migrantes. Lamentó las precarias condiciones y la escasez de recursos con que trabaja la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) y dijo lo que todos los mexicanos sabemos y que suponemos que los de afuera no saben: que nuestro país “tiene buenas leyes, incluso muy buenas en algunos aspectos, pero la implementación es un área que nos preocupa”, y agregó: “El reto es llevar las buenas intenciones al terreno, a la práctica”

Lo que una vez más se evidenció, es la ambigüedad respecto a los refugiados que caracteriza a nuestra sociedad y a nuestros gobiernos.

La independencia de México se hizo con la idea, como dijo Miguel Hidalgo, de “no consentir en nuestro territorio a ningún extranjero”. Hacia mediados del siglo XIX, Francisco Bulnes afirmó que “el odio al extranjero alcanza proporciones próximas al canibalismo”.

Pero al mismo tiempo, se adoraba a los ingleses que venían a invertir y a los franceses cuya cultura se imitaba. Y no sólo eso, se invitó a extranjeros a venir al país porque, según dijo Andrés Molina Enríquez: “Había que cambiar el carácter del pueblo, hacerlo ilustrado y próspero, y para ello era necesario que vinieran europeos de tez pálida y raza rubia a mezclarse con los naturales, gente insuficiente en calidad”.

Y, sin embargo, a quienes se animaron a venir, atraídos por la oferta gubernamental, se les dieron tierras salitrosas y estériles, un salario bajísimo, pésima comida y se les hacía dormir en el piso “como perros y no como cristianos que somos”, según escribió uno de ellos.

La actitud ambigua se reiteró en el siglo XX. A principios de la centuria, a los chinos se les impedía de plano entrar al territorio y se pretendía también prohibirla a quienes provenían de países árabes. A mediados, se autorizó entrar a unos cuantos refugiados del derrumbado Imperio Otomano y del nazismo, al tiempo que se recibía con brazos abiertos a quienes huían de la guerra civil en España.

En los años setenta, se les abrieron las puertas a los sudamericanos que huían de la represión en sus países, pero en los ochenta no a los centroamericanos y en los noventa no a los del este de Europa que escaparon de las limpiezas étnicas.

Y, sin embargo, hay quienes entran a pesar de la prohibición, pero su situación ilegal los hace vulnerables al maltrato por igual de autoridades migratorias y policías, que de delincuentes. Y a muchos se les deporta, como ha sucedido recientemente con los haitianos que se estacionaron en la frontera con Estados Unidos.

Los pocos africanos que hay aquí se quejan de discriminación y cuando sucedió el gran éxodo sirio que conmovió al mundo, aquí se recibió solamente a unos cuantos estudiantes.

Y, sin embargo, se acostumbra decir que México es receptor de refugiados y muchos funcionarios se adornan con ese discurso.

Tal vez la actitud de hostilidad hacia los extranjeros tiene que ver con el poco interés que hay en lo que pasa fuera de México. Estamos demasiado cerrados sobre nosotros mismos.

Así sucedió durante las dos Guerras Mundiales, los conflictos en el este de Europa, las hambrunas en África, la crisis financiera en Argentina y el tsunami que devastó el sur de Asia. Y así sigue siendo hoy.

Cuando hace algunas semanas hablé en este espacio de los migrantes que cruzan el Mediterráneo para ir a buscar refugio en Europa, un lector opinó: ¿Por qué se fueron? ¿Por qué no se quedaron a defender su tierra?

Semejante tontería no sólo evidencia desconocimiento de la situación de esos países, sino que explica la actitud de la sociedad mexicana hacia los refugiados.

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