Quizás no sea cosa nueva, pero he venido percibiendo un deterioro creciente y muy preocupante en la calidad de los servicios privados que se ofrecen en México. No me refiero a los públicos sino a los que venden las empresas privadas y que, según la teología neoliberal, eran el modelo a seguir. Y aunque eso nunca fue cierto, pues los métodos lucrativos son incompatibles con las exigencias de cobertura de la administración pública, últimamente es mucho más falso a la luz de la pésima calidad de la oferta privada.

Las líneas aéreas y las empresas de telecomunicaciones compiten en su maltrato y en su acentuado descuido con las ventanillas del sistema bancario y los hospitales. ¿Cuál de ellas es peor? Cuando se emplean sus servicios, uno se siente frecuentemente asaltado y muchas veces vejado: hay centenas de historias que pueblan las sobremesas con testimonios de la falta de calidad técnica y sensibilidad humana en el personal de esas empresas. Hace poco se divulgaba en las redes la violencia de un empleado de Interjet contra algún pasajero que lo filmaba. Y apenas la semana anterior, en estas mismas páginas, Emilio Rabasa publicaba un artículo dando cuenta de otro disturbio generado por la majadería de los empleados de Aeroméxico. Pero la verdad es que ninguna de esas historias es excepcional: suceden a diario y casi todos hemos sido testigos del desdén y la hostilidad de sus muy ineficientes servicios.

Algo similar sucede con las telecomunicaciones y su pretendido afán de modernidad. Si algo puede volver loco a cualquier persona común y corriente son sus menús telefónicos y las voces metálicas que contestan: imposible hablar con un ser humano después de haber tecleado números durante veinte minutos. Desde luego, el paroxismo corresponde a las empresas de Slim, el favorito del régimen: ni Telcel ni Telmex tienen el más mínimo sentido de respeto por los seres humanos que alimentan sus cuentas bancarias: nadie tiene una identidad sino un número, un contrato y un plan. Enganchan, engañan, hacen trampas y la culpa es invariablemente del cliente.

Pero también funciona así, por ejemplo, Sky: no hace mucho solicitamos servicios de Internet para un estudio situado en medio del bosque y nos aseguraron que podrían ofrecerlo sin restricciones. Luego de pagar por la compra del módem y de haber firmado el contrato, fuimos informados de que no había cobertura. Y ahora somos nosotros quienes estamos obligados a devolver el aparato a la empresa e iniciar una larga ruta de aclaraciones y procedimientos de cancelación. A ellos, a los empresarios, les tiene sin cuidado la engañifa de la que fuimos objeto que, en un país más o menos civilizado, se llamaría fraude.

Puedo seguir sin parar, porque la lista de despropósitos de esas empresas abusivas e impunes es casi infinita: tanto como la paciencia de los consumidores mexicanos para tolerar lo que sea, a cambio de un toque de status aspiracional. Pero todos sabemos que así funciona el entorno, mal y de malas, sometido a la ineficiencia y la negligencia y en lucha constante entre empleados precarios y clientes vejados. ¿Y dónde está el Estado en medio de todo esto? Respondo: no está; simplemente no está. Aquí lo único que aparece es la mano invisible de Adam Smith.

He aquí mi deseo de Año Nuevo: que la 4T se interese por estos temas y no solo por repartir dinero entre sus propias clientelas. Que asuma que la separación entre el poder político y el poder económico no significa permitir que cada uno haga lo que le venga en gana, sino someter a ambos a las leyes y a la regulación del Estado que actúa a nombre de todos. ¡Si pudiéramos llamar al teléfono de una institución democrática y digna cada vez que nos toman el pelo, nos maltratan, nos ofenden y nos roban en comercios privados! Hagamos que suceda en el 2020, que nadie vulnere nuestros derechos.

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