Las políticas de vivienda en nuestro país se han concentrado en resolver con prontitud la demanda de vivienda generada por el gran crecimiento poblacional. Ahora, el reto es construir vivienda de calidad. Resolver las necesidades urgentes de vivienda fue una prioridad de las políticas públicas del gobierno en los últimos años, sin embargo los gobiernos estatales se olvidaron de impulsar acciones de vivienda y urbanización de tierra popular a bajo costo, por el contrario, este rubro se dejó en manos de la iniciativa privada, lo cual provocó el incremento en el costo de las viviendas, el acaparamiento del suelo y la imposibilidad de la gran mayoría de la población de acceder a la vivienda popular, además del surgimiento de oferta de tierra irregular por parte de supuestos liderazgos sociales generalmente vinculados con los movimientos de izquierda.

En los años más recientes el resultado no ha sido el esperado, la vivienda se ha reducido en espacio, infraestructura y calidad, y ha aumentado en costo para los derechohabientes y acreditados, y en algunos sectores, sobre todo en los de más bajos ingresos, la oferta se ha reducido a tal grado de existir escasez de vivienda para casi el 80 por ciento de la población nacional, pues más de 83.3 millones de mexicanos viven por debajo del promedio del ingreso nacional, que hasta el año pasado era de 13,304 pesos mensuales, según un análisis del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas, relativo al estudio denominado “La pobreza y el gasto social en México”, del cual se desprende que el 10 por ciento de las familias apenas sobreviven con un ingreso mensual de 1,974 pesos.

Como país enfrentamos un gran reto en materia de vivienda, sigue habiendo un amplio espectro demográfico que está imposibilitado de adquirir este satisfactor básico previsto en el Artículo 4° constitucional, situación que se agrava diariamente con el crecimiento de la población en edad de trabajar y que no tiene acceso a un empleo y en consecuencia tampoco a los beneficios que trae aparejado como la seguridad social, los esquemas de ahorro para el retiro y de financiamiento de la vivienda. Es una paradoja, pues hoy en día, México está en una situación excepcional en su dinámica poblacional, donde hay más personas en edad productiva que en edades dependientes, lo que se conoce como bono demográfico; sin embargo, este bono del que tanto hablan los políticos y gobernantes se puede convertir en un pagaré con altos intereses sociales si no se actúa para reducir su desaprovechamiento para la economía local y nacional.

El auge que en los últimos años ha tenido la construcción de vivienda, principalmente en ciudades como Puebla, Querétaro y Mérida, está planteando nuevas interrogantes a los desarrolladores y entidades gubernamentales acerca de la calidad de los espacios habitacionales. Sin embargo dicho boom ha impactado solamente en la oferta de vivienda para los niveles de ingresos altos y medios altos, a tal grado que hoy en nuestra ciudad existe una sobreoferta de vivienda para estos sectores que ha desacelerado el crecimiento de la industria de la construcción, y contrasta con la falta de opciones de productos de vivienda con valores menores a los 600 mil pesos.

La falta de un modelo para evaluar la calidad de la vivienda ha sido causa de muchos conflictos, sobre todo en los años en los que la construcción de vivienda social se hacía bajo la rectoría del Estado. A partir de 1970 el gobierno invirtió en la construcción de vivienda de interés social, a través de la adquisición de reserva territorial y licitación de proyectos, y actuó como garante ante los derechohabientes para dirimir conflictos, política que se abandonó y se dejó en manos del mercado. Lejos de beneficiar, la salida del Estado de las acciones directas de vivienda generó la mala calidad física de las viviendas, el mal uso del espacio y el hacinamiento, así como el incremento del costo de los servicios.

Según pudo determinar hace algunos años el Inegi y la UNAM, derivado del Censo General de Población 2010, más de la mitad de los habitantes poseen viviendas que carecen de algún servicio básico o son de mala o muy mala calidad. Sólo 25% de las viviendas calificaron como regulares, es decir, carecían de varios servicios y alguno de los materiales estructurales era de calidad precaria o presentaban nivel de hacinamiento. Estos fenómenos urbanos como el hacinamiento, la falta de espacios públicos deportivos y de recreación, la carestía de servicios como el agua potable, el drenaje y la electrificación, la ausencia de alumbrado público, pavimentos y banquetas, las condiciones de insalubridad y los costos excesivos de los productos inmobiliarios, se convierten en un escenario para el rompimiento del tejido social.

Por ello se requieren acciones que permitan replantear las especificaciones constructivas que generen mayores condiciones de habitabilidad de la vivienda, y de la infraestructura, para el verdadero aprovechamiento social, que permita convertirlos en centros de reunión, esparcimiento y convivencia social, con criterios de armonía estética, sustentabilidad y respeto al medio ambiente.

Abogado y profesor de la Facultad de Derecho, U.A.Q.

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