Antes de salir de casa, nos colocamos la máscara. En la calle, nos integramos a masas de personas que van y vienen con el rostro cubierto, muchas de ellas protegidas con una careta o anteojos que impiden el encuentro de las miradas. Los lentes para el sol se vuelven otra barrera, un telón oscuro que impide ver los ojos del otro. Así hemos vivido, así hemos sufrido estos meses aciagos en que el contingente humano ha enfrentado a un ejército biológico que ha provocado demasiadas pérdidas.

Durante la pandemia del Covid 19, he usado este accesorio para filtrar el aire que aspiro, como lo hacen todos. He de confesar, sin embargo, que al colocar la tela plisada sobre mi cara me siento menguada, como si la mascarilla me cubriera no solo el mentón, mejillas y nariz, sino la expresión misma de mi ser. Al tener la sonrisa escondida, al cubrir mis labios y eliminar todo gesto, mis ojos sufren la impotencia de no poder trasmitir lo que siento. Me cuesta trabajo saludar como antes, hablar con la cajera en una tienda, desear buenos días al vecino.

Sé que no tiene una relación directa, pero llevar el rostro oculto me impide moverme como antes en lugares públicos. Cuando encuentro a personas queridas, el saludo pierde la espontaneidad de antaño. La mascarilla ha servido, sí, para valorar aquel tiempo en que podíamos abrazarnos sin miedo, besarnos y decirnos lo que venía a la mente sin tapujos, es decir, sin cubrebocas.

Esto que sufrimos ya se ha vivido antes. En Europa, durante el siglo XVII, los médicos que atendían a los enfermos de peste bubónica se colocaban un atuendo de pies a cabeza, con una máscara picuda, cuyo diseño se atribuye a Charles de Lorme, un médico que trató a la realeza. Los curanderos prescribían brebajes contra la epidemia, antídotos que muchas veces no servían de nada; se presentaban ante las víctimas con un abrigo cubierto de cera aromática y guantes de cuero de cabra. Llevaban una vara para tocar a las víctimas. El sombrero estaba unido a una nariz en forma de pico de ave, llena de perfume generado por hierbas colocadas en la punta del pico.

En una escena icónica de la película Amadeus, dirigida por Milos Forman en 1984, los personajes acuden a un baile de máscaras y el compositor se enfrenta con un tipo siniestro, vestido de negro: es un médico de la peste.

El colombiano Gilbert Brenson-Lazán, psicólogo social, ha tocado el tema de la máscara como parte de la indumentaria. No habla de la mascarilla para evitar el contagio del virus, sino de la ropa que usamos para salir al mundo y asumir una personalidad que nos proyecta como lo hace un actor que se disfraza en el camerino para subir a escena. Dice: “Cada vez que me pongo una máscara para tapar mi realidad, fingiendo ser lo que no soy, lo hago para atraer la gente. Luego descubro que sólo atraigo a otros enmascarados, alejando a los demás, debido a un estorbo: la máscara. Uso la máscara para evitar que la gente vea mis debilidades; luego descubro que, al no ver mi humanidad, los demás no me quieren por lo que soy, sino por la máscara”.

Mi deseo para usted es que pronto tire los cubrebocas a la basura y volvamos a vernos, en persona, con la sonrisa puesta, sin disfraces ni miedo.

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