La más importante contribución de Carlos Marx al pensamiento moderno es la crítica de la economía política, como se denominaba en su época. La emprendió sobre varios gigantes de esa derivación de la Filosofía moral, como Adam Smith, que así llamaba a esa ciencia del comportamiento humano. Hace 150 años, el pensamiento económico no estaba divorciado, como ahora, de la reflexión sobre la sociedad, la cultura y la política. Por eso Marx intentó postular una teoría general de la sociedad capitalista como sistema que responde a “leyes” internas que los humanos padecen mientras no las conozcan y dominen. Para eso servirían el conocimiento científico y la política, respectivamente. Su investigación reveló que el secreto del capitalismo es un dilema de acción colectiva: la propiedad de los medios de producción define quién se apropia del producto del trabajo de quienes participan en ella. Esa propiedad privada, decía él, es una forma de explotación. Hoy diríamos que es una modalidad de free riding (en mexicano: de “gorroneo”) según la cual, a menos que haya un acuerdo social diferente, es inevitable una situación permanente de injusticia y desigualdad. A esta innovación Marx agrega una visión del orden político como maquinaria que sirve a los intereses de los propietarios. Por ello, el cambio sólo puede ocurrir mediante la transformación, primero y la destrucción, después, del Estado, cuya esencia es la dominación. Su legado histórico se bifurcó en dos partidos históricos: la socialdemocracia y el comunismo. Para la primera, el cambio debía ser conseguido mediante la participación del movimiento obrero en la política democrática naciente en Europa Occidental. Para los segundos, era necesaria la revolución y el cambio de dominación política instaurando la dictadura del proletariado, término acuñado por Marx y Engels para oponer a la dictadura de la burguesía.

Los dos errores más graves de su teoría del capitalismo son la reducción del Estado a una herramienta de dominación y la impronta hegeliana de un futuro sometido a leyes preestablecidas. Ambos errores infectaron su legado de una vocación oracular (Karl Popper dixit) que ha enfermado a muchos de sus discípulos y causado desastres terribles (como el estalinismo soviético) cuando han impuesto las dictaduras que habrían de conducir a la tierra prometida. De estos errores se desprende su alejamiento del pensamiento liberal, sin el cual él mismo no se explica ni tiene sentido su aspiración más alta: liberar a la humanidad de sus cadenas. Los doscientos años transcurridos desde el nacimiento de Marx han sido también de intensa investigación sobre el concepto de Estado. En un espacio tan breve es imposible extenderse sobre la riqueza de este debate. Pero sí es posible señalar que es en el Estado y su fuente, la política, donde se instituyen las respuestas a ese problema de acción colectiva: la apropiación del resultado (deliberadamente evito usar el reduccionismo “producto”) del trabajo, asunto central en el liberalismo desde John Locke. Si bien todo Estado instituye una respuesta al dilema de Marx, solamente un Estado democrático, representativo de una sociedad plural, informada e instruida, puede efectuar una “solución” justa al mismo. Una solución políticamente construida (o sea, no violenta) y fundada en la igualdad política de todos los seres humanos es la única moralmente aceptable. Las semillas de esa solución están en la moderna filosofía y teoría política de la democracia y la justicia. El mismísimo Hayek lo reconoció después de haber leído la Teoría de la Justicia de Rawls, cuyo liberalismo político obtiene una conclusión radical: la propiedad privada se justifica moralmente sí y sólo sí no atenta contra las posibilidades de vida decente de los individuos que integran la sociedad.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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