Vivir en la costa, a la orilla del mundo, es seguir el ritmo de la marea, es tener ojos y oídos atentos al lenguaje del océano, al canto de sirenas. Es dejarse inundar por la paz del atardecer, sentado en la arena, mientras la esfera de fuego se hunde en el agua que va y viene, que viene y va. Caminar por la playa es alcanzar el estado de gracia del que hablan los filósofos antiguos y las abuelas sabias. El horizonte nos reta a lanzar por los aires una red invisible, que salte sobre las olas que rompen en los acantilados y llegan hasta los barcos anclados en alta mar.

La piel se vuelve salada y la brisa atrae la salud: que se aleje el dolor del cuerpo, que regrese la energía, que el contento nos invada. El corazón alcanza su mejor frecuencia, invitando al amor.

El niño que vive en el interior salta de gusto, pregunta al oído: ¿y si nos quedamos a vivir aquí? El sentido común lo ahuyenta, pero la pregunta del chiquillo sigue resonando en la mente, se mete en la sangre, fluye feliz por arterias y venas como quien viaja en barco por los ríos de la vida.

Escribió Jorge Luis Borges, el sabio argentino: “Antes que el sueño (o el terror) tejiera / mitologías y cosmogonías / antes que el tiempo se acuñara en días, / el mar, el siempre mar, ya estaba y era. / ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento / y antiguo ser que roe los pilares / de la tierra y es uno y muchos mares / y abismo y resplandor y azar y viento?”

Dos veces hemos vivido junto al océano: el Atlántico del norte, mientras estudiamos en Boston. El Pacífico, cuando trabajamos en California.

Caminas por calles de baldosas bordeadas de altos edificios de concreto: el distrito financiero de Boston. Casas antiguas cuentan una historia de esfuerzo, trabajo y lucha por la independencia. En el puerto está una réplica del barco que llevaba el cargamento de té que los insurgentes lanzaron al mar. La costa de Massachusetts es brava y se mantiene helada por meses. Vientos furiosos levantan las olas cuando hay tormenta. Más allá, los pueblos de pescadores tienen un rostro risueño y colorido, con construcciones de madera y un balcón donde una viuda de leyenda espera todavía a un marinero ahogado hace cien años.

Mario Benedetti, poeta uruguayo, pregunta: “¿Qué es en definitiva el mar? / ¿por qué seduce?, ¿por qué tienta? / suele invadirnos como un dogma / y nos obliga a ser orilla / nadar es una forma de abrazarlo / de pedirle otra vez revelaciones / pero los golpes de agua no son magia / hay olas tenebrosas que anegan la osadía / y neblinas que todo lo confunden / el mar es una alianza o un sarcófago / del infinito trae mensajes ilegibles / y estampas ignoradas del abismo”.

California fue una experiencia distinta: con nuestros hijos, Eduardo y yo caminábamos por la playa durante horas. Llegábamos a las siete de la mañana a la bahía donde los surfistas desafiaban las olas trepándose en sus tablas para lograr un equilibrio perfecto. Se jugaban la vida en esa apuesta y sus trajes negros, adheridos al cuerpo, los volvía esculturas móviles. Eran tan bellos como sólo pueden serlo jóvenes atléticos que desafían las fuerzas de la naturaleza. Los contemplábamos absortos, hechizados por el espectáculo que montaban para nadie. No había público que apreciara aquella danza, sólo nosotros, por ventura.

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