“Mambrú se fue a la guerra, ¡qué dolor, qué dolor, qué pena!” La primera canción que tengo en la memoria trata de este soldado con nombre único. Nadie más se llama así. Su nombre se deriva del duque de Marlborough, John Churchill, quien se enfrentó en 1709 a los franceses en la Guerra de Sucesión Española. La historia es fascinante. La canción se fue traduciendo a varios idiomas y adaptando a las culturas de cada país.

A millones de niños en todo el mundo, esta canción nos enseñó a tener compasión, a sentir empatía por los otros, los que sufren. Como una curiosa paradoja, en el México de la década de 1960-1970 cantábamos esta letra al jugar felices con los vecinos, en el patio de los abuelos o en la calle, tomados de la mano en una ronda.

Los cuentos y las canciones infantiles trascienden, penetran en el corazón, se fijan en la memoria y sus historias viven por siglos porque se trasmiten de generación en generación. Los personajes tienen una serie de cambios desde el inicio de la narración: descripción de sus circunstancias, valores y cualidades. Más tarde, viene el despliegue de la trama conforme lo describen los párrafos o estrofas: “Vendrá para la Pascua, ¡qué dolor, qué dolor, qué pena! Vendrá para la Pascua o por la Trinidad”. La esperanza permanecía viva, como la llama de una veladora.

En los países conquistados por España a partir del reinado de los Reyes Católicos, el calendario de labores surge del calendario litúrgico. Medimos el tiempo según los acontecimientos religiosos, como Navidad y Semana Santa. En el caso de Mambrú, el soldado arquetípico, el hijo de familia que se encuentra lejos, murió al ofrendar su vida por la patria: “La Trinidad se pasa, ¡qué dolor, qué dolor, qué pena! La Trinidad se pasa, Mambrú no vuelve más”.

Anna Ajmátova, la gran poeta rusa, nacida en Odesa en 1889, escribió un poema titulado “Julio de 1914” que dice: “Huele a quemado. Durante cuatro semanas ya / ha estado ardiendo el pozo seco de la huerta. / Los pájaros ni siquiera han cantado hoy / y el álamo ha dejado de crujir y silbar. // El sol se ha tornado malestar divino. / La lluvia no ha rociado los campos desde Semana Santa. / Un forastero con una sola pierna arribó / y solo en el patio declamó: // Tiempos de terror se acercan. Pronto / frescas tumbas abundarán en todos lados. / Habrá hambre, terremotos, muerte por doquier, / y un eclipse de sol y de luna”.

Wilfred Owen, poeta británico con reconocimiento internacional, fue un soldado en la I Guerra Mundial.  Escribió un poema que tiene título en latín: “Dulce et Decorum Est” y dice así: “Doblados a la mitad, como viejos vagabundos bajo harapos, / las rodillas juntas, tosiendo como ancianas, nos arrastramos maldiciendo por el fango / hasta que al llegar a los tormentosos destellos de las bengalas nos volteamos / y empezamos a remolcar nuestros cuerpos hacia el distante descanso. / Marchábamos dormidos. Muchos habían perdido sus botas/ y cojeaban sobre sus restos sangrientos. Todos a medio paso; todos ciegos; / embriagados de fatiga; sordos hasta a las vivas / de las decepcionadas bombas que caían a nuestras espaldas”.

Escribo estas líneas bajo el influjo de la extraordinaria película 1917, de Sam Mendes, el director británico que ha dirigido entre otras American Beauty, Road to Perdition, Out of the Ashes y la espléndida Things we Lost in the Fire, una de mis favoritas. 1917 retrata con fuerza y enormes recursos técnicos la vida en las trincheras. Sus actores encarnan la pasión, la gloria y el sufrimiento. La estupidez de la guerra, la absurda lucha entre seres humanos, en contraste con la hermandad.

En estos días, dedicados a la lectura y la meditación en casa, no deje de ver buenas películas. Que haya muchos momentos de reflexión, de gratitud por no vivir un conflicto armado, por no tener un Mambrú en el campo de batalla.

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