Están por iniciar las campañas electorales y ya nos han saturado de información sobre partidos y candidaturas. ¿Qué sigue? Si son aceptables o no, lo definen los partidos —con todas las reservas que podamos tener como votantes de a pie—; si cumplen los requisitos o no, lo determinan las instituciones electorales; a la ciudadanía nos queda —nada más, pero nada menos— elegir lo que consideramos mejor. Nada fácil, por supuesto.

Desde su surgimiento los partidos han estado sujetos al desgaste producto de la competencia por el poder político y de la gestión de sus candidatas y candidatos una vez obtenido el cargo. En la medida en que las críticas a los partidos se incrementan, se fortalece —al menos en el discurso— la figura de las candidaturas independientes, cuyo auge se vincula a la percepción de que los partidos políticos se han alejado de la sociedad. Sin embargo, ¿las candidaturas independientes ofrecen mejores alternativas? Pareciera tratarse de una categoría que, en algún sentido, “purifica” a quien se registra bajo su manto.

Es falso decir que las y los candidatos independientes son personas que no se encuentran afiliadas a los partidos políticos; los partidos no sólo pueden, sino que postulan, con bastante frecuencia, a personas que no están en sus padrones de afiliados. Más aún, quienes se postulan por su cuenta, pueden o no estar afiliados a algún partido, sin que esto sea relevante para obtener una candidatura. Así, una candidatura independiente implica que una persona se postule y obtenga su registro sin la intervención de un partido político. Por ello, las candidaturas independientes siempre son extrapartidarias, aunque puedan o no ser apartidistas. En estos términos, ¿hasta dónde una candidatura independiente nos ofrece más “garantías” que una partidaria?

Durante el proceso electoral 2014-2015 se registraron 57 candidaturas independientes para diputaciones federales, 3 para gubernaturas, 29 para diputaciones locales y 79 para ayuntamientos y jefaturas delegacionales. De 168 candidaturas obtuvieron el cargo 6 (un diputado federal, un gobernador, un diputado local y 3 presidentes municipales; sí, todos hombres). De los seis candidatos que ganaron, únicamente uno —Pedro Kumamoto—, no tenía militancia política previa.

Estamos atrapados en una enorme contradicción; tenemos la disposición de votar por las y los candidatos que se presentan como independientes sin importar que no cuenten con experiencia ni con trayectoria que les respalde, pero no por candidatas o candidatos con las mismas características cuando la postulación la hace un partido político. El partidismo o no partidismo no garantiza experiencia, ni trayectoria, ni capacidad, ni integridad, ni honestidad, lo único que nos dice es que la persona en cuestión no fue postulada por un partido.

¿Basta eso para sentar las bases de una clase política democrática?

Es claro que la desconfianza que nos inspiran los partidos abre la puerta a aspirantes que pudieran aprovechar su posición como outsiders para posicionarse como figuras capaces de resolver lo que las y los políticos partidistas no han logrado; evidentemente, es legítimo que las y los ciudadanos sin militancia busquen participar. El tema de fondo es que corremos el riesgo de que la desconfianza nos nuble la visión.

En el marco del efecto túnel sería importante reconocer que el desempeño de representantes y gobernantes no tiene que ver, necesariamente, con la forma en que se les postuló. Juzgamos a las y los candidatos ciudadanos como “buenos” y a las y los políticos provenientes de los partidos como “malos”. No existe tal dicotomía; son etiquetas que ponemos a partir de nuestros prejuicios.

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