Hace algunas semanas concluyó uno de los juicios más polémicos de los últimos años en Alemania. La justicia condenó a cadena perpetua a una integrante de un grupo neonazi que, entre 1997 y 2011, cometió una serie de asesinatos de corte racial y atentados con uso de bombas. El resto de los responsables se suicidó antes de ser enjuiciados. Además de revivir la ideología nazi, el asunto acaparó la atención por la magnitud del proceso: un expediente de 26 mil páginas, 600 testigos y un costo de 26 millones de euros, de acuerdo con reportes periodísticos.

A pesar de que han transcurrido más de 80 años desde que Europa tuvo que lidiar con el nacionalsocialismo, desafortunadamente los crímenes contra la dignidad humana siguen sucediendo, incluso en países con avanzado desarrollo material y económico. Es paradójico que el acelerado avance tecnológico de los últimos años, una auténtica revolución, contraste profundamente con la existencia de delincuentes con ideologías inhumanas. Alrededor del mundo los crímenes de odio, la persecución a minorías o el terrorismo tienen su origen en el racismo, la xenofobia y la intolerancia. En el caso de México, sorprende la brutal ferocidad con la que se cometen miles de homicidios por el crimen organizado, narcotraficantes y secuestradores. Las imágenes que se difunden de las víctimas muestran la tortura y el terror, incluso contra menores. Increíble pensar que los autores de estos asesinatos fueron en algún momento recién nacidos, indefensos e inocentes.

¿De dónde surge esta maldad y de qué se alimenta el odio hacia el prójimo? La discusión en torno a la maldad del ser humano ha ocupado a las mentes filosóficas desde tiempos antiguos. ¿Somos buenos por naturaleza y es la sociedad la que nos corrompe, como sugiere el pensamiento de Rousseau? ¿O el hombre es el lobo del propio hombre y necesitamos fuertes controles para refrenar nuestra naturaleza, como señalaba Hobbes? Evidentemente, la respuesta no es concluyente. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, nos hemos percatado que no basta un Estado fuerte y una ley justa para garantizar la paz social.

El bienestar de una nación también depende de la virtud de sus ciudadanos. Por ello, habría que rescatar lo que John Stuart Mill señalaba respecto al progreso de las sociedades. Dentro de su revisión a la ética utilitarista, el filósofo inglés no se limitó a considerar el progreso social como la maximización de nuestros placeres y la reducción de nuestras incomodidades. Sostuvo que el progreso humano no solo se finca sobre placeres inmediatos (alimento, vestido, casa, dinero) sino también sobre aspiraciones superiores (libertad, solidaridad, educación, arte, ciencia), valores únicos que civilizan y cohesionan a las sociedades.

En esta línea de pensamiento, el filósofo holandés Rob Riemen advierte que la prosperidad material y la seguridad son solo condiciones previas, pero no los valores que conforman la esencia de la civilización: “si una sociedad centra toda su atención en la seguridad se convierte en un Estado policial desprovisto de la libertad que nutre la civilización”. Para nutrir al Estado de Derecho hace falta no solo crecimiento económico, progreso material o un cerco de seguridad; también es necesario el cultivo del pensamiento crítico, del diálogo cívico, de la educación solidaria y de los valores que nos unan en torno a un ideal de país.

El tema debe ocuparnos. Si realmente queremos revertir las condiciones de inseguridad debemos asegurarnos que las generaciones venideras no solo crezcan rodeadas de progreso material, más importante aún es inculcar desde la familia, las aulas o la discusión pública virtudes como la solidaridad, el respeto a la vida y a la libertad. Como en la antigüedad, el bienestar de la polis descansa sobre sus individuos, no sobre sus monumentos. Los valores sirven para hacer prosperar la justicia y el Estado de Derecho. Debemos rescatarlos.

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