-Hijo, vamos a la estética.
—Abuelito, ¿por qué te gusta tanto que te corten el cabello? Ya casi ni tienes.
—Este poco, hay que cuidarlo mucho. De niño, ir con mi mamá a la peluquería era un tormento chino para mí. ¡Usaban máquinas manuales! 
—¿No eran eléctricas?
—No. Las agarraban como si fueran tijeras y en lugar de cortar de manera vertical, lo hacían de manera horizontal. 
—¿Como unas tijeras de cortar pasto?
—¡Exacto! Así nos cortaban el cabello.
—Qué feo. Con razón no querías ir.
—No quería. Pero sí quería. Entrar en una peluquería a principio de los 60’s era entrar a un mundo mágico. En la calle, el cosito ese blanco, rojo y azul que giraba y giraba, tratando de llegar al cielo, aunque nunca lo lograba, te hipnotizaba.
—¡Ah! Sí, ya sé. Es un tubo que gira por dentro sin parar.
—¡Sí! Con eso anunciaban que ahí adentro, los hombres se convertían en reyes. Entrabas y había dos o tres tronos ¡enormes!, de estructura totalmente metálica, color oro, siendo el asiento y el respaldo de cuero natural, siempre de color rojo, que se podían acostar. A los niños nos ponían una tablita en los brazos del trono para ganar altura.
—Ahora usan periqueras, son más cómodas.
—Pisaban un pedal y los tronos subían. Y ahí comenzaba la tortura. Quienes teníamos el cabello chino, éramos quienes más sufríamos. Por eso siempre que pasabas afuera de una peluquería oías chillar a los chamacos. Y yo en particular, berreaba. 
—¿Por qué? 
—Porque con esa máquina manual que te digo, y con mis chinos, pues era mucho más difícil cortarme el cabello, y entonces la bendita maquinita lo único que hacía era jalarlo antes de cortármelo. ¡Es más! Había un peluquero que de plano le decía a mi mamá que nunca me lo cortaría. 
—¿Por chillón?
—Es que yo tengo tres remolinos de pelo en la cabeza. Por eso les costaba mucho trabajo cortármelo. Y por lo mismo, me dolía más que a los otros. El asunto es que los peluqueros siempre le decían a mi mamá que yo iba a ser de lo peor, ratero o matón, porque cada remolino indicaba un carácter fuerte. Y ahora imagínate ¡tres!
—Esta vez las creencias populares no fueron ciertas.
—Por eso, cuando me cortaban el pelo ¡parecía que me había mordido un burro! Ya después, venía un momento de relajación. Agarraban un mortero blanco, le metían una resistencia eléctrica, calentaban un poquito el agua, con la brocha levantaban espuma y me la ponían haciéndome cosquillas.
—¡Después de haberte hecho chillar media hora!
—Entonces llegaba el momento de la rasurada. Con una mano sacaban su navaja de hoja única, que nunca cambiaban y la subían hasta el cielo.
—¡Tipo Darth Vader!
—¿De dónde crees que George Lucas sacó la idea? ¡Pues de los peluqueros! Y con la otra mano, agarraban un cuero que siempre estaba colgando al lado del trono del rey y ahí, lo afilaban. Y mientras hacían el “fui, fui”, me advertían que si me movía un milímetro, me cortarían la oreja. Y entonces yo, ¡engarrotado como un palo! 
—No te imagino después de llorar una hora, ¡quedarte congelado!
—¡Ahí sufría más! Porque me rasuraban las patillas y la parte de la nuca, y eso me ¡hacía muchas cosquillas! Y a ver, ¿no te muevas cuando te hacen cosquillas? Después de eso, para cerrar con broche de oro, me embarraban alcohol por todos lados, y yo tose que te tose, y árdete que te arde. ¡Final de la peluqueada!
—¡Ay, Abuelito! Sufriste tanto con eso, que ahora que lo sé, te voy a traer cada sábado a la estética. 
—Son tan caras, que con una vez al mes me conformo.
—¡Dos!

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