Según el clásico Corrupcionario Mexicano, la frase “el año de Hidalgo, ch… a su madre el que deje algo” se volvió famosa durante el régimen postrevolucionario, cuando los gobiernos en turno, antes de terminar su mandato, cometían todas las formas posibles de peculado: desde la disposición ilícita de los efectivos sobrantes, para lo que se colocaban las tesorerías en el mismo edificio que el Ejecutivo —como en Palacio Nacional—, hasta la apropiación de cuadros, lámparas, ceniceros e incluso muebles que se transferían por la vía rápida al dominio de los felones. Esto ocurría en todos los órdenes de gobierno y en las diferentes ramas de la administración, sin excluir embajadas y consulados, sobre todo cuando los titulares eran de origen político. Ejemplo anacrónico del patrimonialismo, añeja deformación que diluye las fronteras entre lo público y lo privado y proviene de la alta Edad Media.

Legitimada por su reiteración, esta práctica se convirtió en regla no escrita de los sistemas políticos. Ejercida y heredada por todos. El arranque de la transición democrática no interrumpió esa costumbre, sino la perfeccionó. Carlos Salinas acrecentó, mediante la centralización del poder, los métodos de control y premiación, montándose en la globalización para añadir los recursos financieros y el fruto prohibido de las devaluaciones a la larga lista de los bienes apropiables. Vicente Fox fue admitido en la jefatura del Estado a cambio de no denunciar los montos del endeudamiento y de convalidar los desfalcos de los gobernadores del PRI, que han llegado al paroxismo con los excesos de los cinco gobernadores convictos.

La cuestión más grave es la contratación de deuda externa, que reduce los márgenes de las siguientes administraciones, que, a su vez, se ven compelidas a repetir la dosis hasta que el país aguante, que ya no es mucho. Peña Nieto nos deja con el pasivo más alto de la historia de México. La deuda pública representa 39.66% del PIB, porcentaje solamente comparable a la del año 1994, cuando se urdió el error de diciembre. El saldo neto asciende a 10.88 billones, por lo que cada mexicano debe 88 mil pesos al nacer.

A contrario sensu de los mitos tecnócratas, cabría recordar que de 1914 a 1946 la deuda se mantuvo en un promedio de 8% respecto del PIB; esto es cinco veces menos que ahora. De 1947 a 1968, merced a las negociaciones con el FMI, la deuda se mantuvo en niveles de 14% en relación al producto interno. A partir de 1976, ésta aumentó a 86 mil 272 millones de dólares —el 134% del PIB—.

El secretario de Hacienda López Portillo hizo valer su privilegio de sucesor para petrolizar el país y justificar la explosión del endeudamiento. Después Salinas dejó un saldo de 680 mil millones, Zedillo la acrecentó hasta 2 billones, mientras que Fox y Calderón la aumentaron a 3.13 y 5.89 billones, respectivamente. En 33 años ha aumentado 22 veces el endeudamiento. Esas son las cifras que no aparecen en el discurso del candidato del PRI, Meade, discípulo predilecto y actor de las políticas económicas recientes que nos han llevado a esta catástrofe —los socavones económicos de la tecnoburocracia—. Para colmo, al endeudamiento federal se añade el de los estados, que registra 51 mil millones hasta 2017, de los cuales sólo 32% se destinó a la inversión productiva. Ello demuestra la falencia de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y obliga a reformas constitucionales de gran calado. Se habla de una constitución política y ahora de una constitución moral, cuyo anclado es una constitución económica.

Nadie duda que nos encontramos en las vísperas de un cambio profundo en el rumbo del país. El próximo gobierno de México surgirá indefectiblemente de las urnas, pero deberá ser acompañado por los actores económicos nacionales, por el bien de todos. Nos encontramos en una coyuntura semejante a las de 1910 y 1936. Estamos obligados engavillar nuestro proyecto compartido de nación. Es la última oportunidad. Tal vez no tendremos otra.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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