Si en alguna materia el Presidente ha invertido poco tiempo es en la política exterior. Delegó la representación externa en Marcelo Ebrard y sus intervenciones (vía remota) en Naciones Unidas, el G20 o la Alianza del Pacífico han tendido a ser expresiones de política interna que reflejan desdén o desatención por parte del jefe del Estado a algo que no sea México.

Esta falta de foco se refleja en su incapacidad de explicar posturas cambiantes. Hace unos días, una reportera le preguntaba en Sonora, sobre el destino del programa “Permanece en México”. Su respuesta fue serpenteante; invocó los principios constitucionales y reiteró que México no era una colonia. Terminó sin contestar la pregunta. Es evidente que para el mandatario los principios de política exterior se han convertido en un lugar común que le da seguridad, los recita de memoria como si fuesen una rapsodia y los usa como preocupante comodín.

Los principios sirven para muchas cosas, pero no para reemplazar a la política exterior; reducen la discrecionalidad y el cálculo político de un gobierno y le dan al país la posibilidad de articular una política de Estado, es decir, sin variaciones en lo sustantivo por los cambios de administración. Son muy útiles también para hacer previsible el comportamiento de un Estado en la escena internacional y nos permiten navegar, por ejemplo, en foros tan importantes como el Consejo de Seguridad de la ONU, del cual seremos miembros no permanentes a partir de enero. Con los principios en la frente, se sabe qué se puede y qué no, esperar de un país. Sin embargo, los principios no reemplazan a la política, son su plataforma y guía, pero no su esencia. La política exterior es el curso de acción que define para conseguir sus objetivos y en este caso, la política de AMLO empieza a resultar desconcertante porque introduce elementos contradictorios. Cito algunos.

España es, desde hace cuatro décadas, uno de los bilateralismos más importantes. El Presidente lo ha puesto en tensión sin que haya un elemento preciso de discrepancia entre los gobiernos, sino por un antiespañolismo elemental y decimonónico. Otro caso es el hemisférico; es de aplaudirse que mantengamos la presidencia pro tempore de CIFTA, el órgano que atiende el tráfico de armas y extraña que mantengamos una distancia sideral con la OEA. Venezuela ha sido la manzana de la discordia y en dos años, México no ha propuesto nada que saque del marasmo a ese país. Decir que la conducción del secretario general Almagro ha sido ineficaz no es formular una solución alterna, es una simple crítica, en la que, dicho sea de paso, somos minoritarios. Pero es una opción válida ser minoritario siempre y cuando se planteen soluciones que puedan ir ganando voluntades y adeptos.

Es contrastante también la relación con los Estados Unidos. En julio, López Obrador le dijo a Trump que no había pedido nada comprometedor y ahora, en el arranque de la administración Biden, las señales son contradictorias. La carta, ampliamente comentada, es tardía, fría y admonitoria. La aprobación de las reformas a la ley de seguridad nacional es una plancha. Por otro lado, defender el incremento de salarios es un guiño a los demócratas y Esteban Moctezuma es un mensaje de interés en mantener un diálogo político en un nivel alto. Mandar a un miembro del gabinete a una misión es siempre un mensaje de conciliación.

En suma, las señales son encontradas y la política exterior empieza a enredarse.

Feliz Navidad.

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