“Dijo Caín a Abel, su hermano: ‘Vamos al campo’. Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató”. Génesis 4-9.

Nuevamente, las armas de Estados Unidos se han cubierto de oprobio. Ahora se trató de un par de pistolas semiautomáticas y de un fusil de asalto Bushmaster, calibre .223, la principal arma utilizada por Adam Lanza en la matanza de la escuela primaria “Sandy Hook”, de Newtown, Connecticut, en la que perecieron, además del asesino y de su propia madre, 26 personas más, acribilladas con alevosía, de las cuales 20 eran niños pequeños, de entre seis y siete años, y seis mujeres adultas, maestras y personal directivo de la escuela.

Esta tragedia, que ensombreció al mundo y a Estados Unidos, y que a decir del presidente Obama ha devastado el corazón de dicha nación, se suma a tantas otras ocasionadas por las armas mortales que se producen en aquel país, que alimentan su economía de guerra y que se venden dentro y fuera del mismo sin mayor control que el que dicta el interés de su industria armamentista y sus afanes hegemónicos.

Al ver las fotos de los pequeños niños —“bellos niños”, dijo el presidente Obama—, y de las jóvenes maestras que murieron tratando de evitar una masacre mayor, no podemos sino conmovernos hasta las lágrimas, condolernos con los familiares y habitantes de la pequeña comunidad de Newtown, y preguntarnos por los motivos que condujeron a un joven de 20 años a concebir y cometer tan horrible crimen. Se trató, sin duda, de un desquiciado, pero con armas de alto poder, circunstancia que lo hacía más peligroso y letal, y de un adolescente formado en un entorno en que la violencia y el uso de armas se rodean de un halo de gloria, heroísmo y espectacularidad, al grado que una de las fuerzas civiles más antiguas e influyentes en Estados Unidos es la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), que existe desde 1981 y agrupa a más de 4 millones de norteamericanos, que apoyados en la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, pelean con denuedo por el derecho a poseer toda clase de armas para su defensa y recreación.

Llorando por los 27 inocentes caídos el 14 de diciembre pasado en Connecticut, ante las balas de un joven antisocial y trastornado, uno no puede dejar de pensar en Estados Unidos como la principal potencia productora, consumidora y distribuidora de armas de toda índole. Y hacer memoria de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, con sus más de 200 mil muertos inocentes; del napalm, los morteros y bombardeos sistemáticos sobre la población civil en Vietnam; de las armas proporcionadas generosamente a las dictaduras militares en América Latina; de los misiles y bombas de racimo utilizados por Estados Unidos y sus aliados en las guerras de Laos, Afganistán, Kosovo e Irak, entre otras, con decenas de miles de civiles muertos, niños incluidos; de las decenas de miles de armas norteamericanas adquiridas por los criminales mexicanos para sustentar su guerra contra las fuerzas de seguridad y las bandas rivales, que cobraron alrededor de 100 mil vidas en el sexenio anterior.

Bush II no invadió Irak en 2003 para buscar armas de destrucción masiva, sino para utilizarlas, a costa de la muerte de decenas de miles de iraquíes. Como dijo Barack Obama, todos esos muertos son nuestros muertos.

Antropólogo

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