Injustamente relegado, José Bergamín fue uno de los más importantes intelectuales que se exiliaron en México. Fue tal su trascendencia que, incluso, presidió la Junta de Cultura Española, fundó la Editorial Séneca y fue un protagonista de primera línea del panorama literario de principios de la década de los 40.

Para celebrar su arribo a nuestro país, hace 80 años, Efraín Huerta publicó sendas bienvenidas: “Creo que Bergamín tiene una misión que cumplir, que está cumpliendo: la de denunciar las usurpaciones, los fraudes, las falsedades. Es, ya lo he dicho, un esclarecedor. Posee, hubiera escrito Enrique Heine, el arte de remover los hondones de la conciencia. Para esclarecer no se vale de las formas vulgares, demasiado rudas para su estilo. Usa, en cambio, la mejor ironía, la morbosidad más aguzada. Su barroquismo —él tampoco teme a la oscuridad— es garantía de luminosidad. Por eso le malquieren los rezagados, los decididamente estériles”. Y de su talento dijo que constituía “un suave relámpago. Un relámpago amigo, persuasivo, razonable, lógico”.

La admiración de Huerta no parece gratuita. Además de sus méritos, sabe que Bergamín tiene el liderazgo de los españoles en el exilio y que su nombre puede asociarse a futuros proyectos culturales. Por otro lado, Huerta tenía ya un poemario listo —lo que llegaría a ser Los hombres del alba—, pero se le cerraban las opciones de publicación, por lo que la fundación de Editorial Séneca constituía un excelente espacio.

Especulo que, a mediados de 1940, Huerta le entregó su manuscrito, pensando que en la nueva editorial la presencia de jóvenes mexicanos sería copiosa. Pronto se daría cuenta de que no iban a ayudarlo. Tal como consta en archivos, Bergamín proyectó una edición ampliada de Raíz del hombre, de Paz y un poemario inédito de Neruda. Nunca consideró el trabajo de Huerta.

Al darse el rompimiento entre Neruda y Bergamín, y el escándalo de Laurel, Huerta tomó partido por el chileno. Quizás esa actitud marcó el destino de su libro: “No fue fácil publicarlo. Me acuerdo que le entregué mi original a José Bergamín. Y nada, no lo editaba hasta que un día de pronto lo voy a ver y le digo: ‘¿Qué pasó con mi original? Si no lo va a publicar, devuélvamelo’. Y él tranquilamente —Efraín se para, se encorva imitando la forma de caminar de Bergamín— fue a un clóset, lo abrió y de allí sacó mi original, que estaba en el suelo... Salí muy descorazonado”.

Huerta pasó de los elogios a los ataques: “Buen poeta, José Bergamín. En México llevó una vida principesca, que en broma atribuimos al ‘oro del Vita’. Yo le estoy agradecidísimo, porque mi manuscrito de Los hombres del alba lo arrumbó en el rincón de un clóset. (…) Sucedía que Pepe nunca entendió a México. Luego me decepcioné, al descubrir que no era español precisamente, sino gachupín y jesuita”.

El 4 de febrero de 1942, Huerta se lanzó contra los poetas incluidos en Laurel —sin importarle que Paz, testigo de su boda, fuera uno de los antologadores— tachándolos de “Torres de Dios o campanarios del diablo”, aconsejándolos para “que viesen lo actual con ojos serenos. Que no crean que el mundo gira en torno a sus íntimas digestiones cerebrales, alrededor de sus personales enemistades. Pero sería inútil llamarlos al orden, nuestro orden. Sordos a lo que no sea su propia conveniencia, su propia colocación de estatuas de la marrullería y el orgullo dizque juvenil de que alardean, siguen allí, escabulléndose, escurriéndose, construyéndose su soledad —su cobardía—, dando bandazos como barcos locos, chocando con arrecifes de burlas y sarcasmos. ¡Pararrayos! Astabanderas vacías y podridas, eso sí; románticos melenudos de una bohemia de faubourg o Avenida Juárez; o niños bien pulidores de versitos medidos, pero huecos hasta la miseria. Goethitos autoauroleados, despreciabilísimos aprendices de hombres”. Al día siguiente, Bergamín lo tachó de “anónimo gacetillero” y le recordó que descalificaba a Unamuno, Darío, Machado, Mistral, Jiménez, Reyes, Torres Bodet, entre otros.

Finalmente Los hombres del alba fue publicado por Rafael Solana. Quizás influyó la opinión de Paz, quien, a pesar de quejarse de los constantes ataques de Huerta, recomendó su obra a Octavio G. Barreda.

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