Tres hombres caminan tranquilamente por la calle. Van a asaltar la marisquería El Camarón Revolución. Es el lunes 15 de mayo. Son poco antes de las diez de la mañana.

El gerente acaba de abrir las puertas del negocio. Los asaltantes esperan llevarse el dinero que el restaurante recaudó durante el fin de semana. Evidentemente, alguien les pasó el tip. Saben que el gerente está solo a esa hora y tiene la combinación de la caja fuerte que se encuentra en una pequeña oficina ubicada al fondo del local.

No les informaron que la mayor parte de los clientes pagan su consumo con tarjetas de crédito. Ignoran que el caudal guardado en la caja es solo de unos cuantos miles de pesos. No pasa de 15 mil.

Una segunda cosa que su informante no dijo —o que sus informantes no dijeron— es que la marisquería está repleta de cámaras. Cada segundo de lo que ocurre queda registrado desde varios puntos. Incluso, en la pequeña oficina hay una cámara que apunta directamente a la caja fuerte.

A las diez de la mañana varias personas caminan por Avenida Revolución. Las cámaras de vigilancia captan el paso de personas que hablan, textean o revisan su teléfono, de señoras mayores que cargan bolsas con comestibles, de hombres que parecen andar por la urbe sin un rumbo definido.

Esas cámaras captan también a los asaltantes. Uno viste un traje azul, otro una camisa de cuadros rojos y tenis del mismo color, el último lleva una camisa azul. Va desfajado y con las mangas arremangadas.

Éste último se planta en la esquina de Progreso y Avenida Revolución con un teléfono en el mano. A través de ese teléfono pondrá a sus cómplices al tanto de cualquier novedad. Ellos penetran mientras tanto en la marisquería, someten al gerente y lo conducen a la oficina donde está la caja fuerte.

Las cosas suceden en solo dos minutos. El del traje azul, regordete y con bigote, le apunta al gerente con un arma en la cabeza y lo conmina a que abra la caja. El de camisas a cuadros espera afuera, junto a la barra, pendiente del teléfono que trae en una mano.

Unos segundos más tarde llega el chef del restaurante. Viene distraído, hablando por su celular. Dos minutos más tarde estará muerto. El de camisa a cuadros lleva al chef a la oficina, y el hombre de saco azul lo obliga a arrodillarse, de espaldas a él. Lo toma del cuello de la camisa mientras apunta al gerente con el arma.

Uno de los meseros aparece en ese instante. Todavía trae los audífonos y los lentes de sol en la mano. El hombre de la camisa a cuadros se acerca a él. Más tarde se sabrá lo que le dijo:

—Salte de aquí, carnal.

El mesero entiende que algo grave está ocurriendo y regresa asustado sobre sus pasos. Llegan otros meseros. Relatan que el restaurante estaba extrañamente quieto. Preguntaron qué sucedía. El primero de ellos les contestó:

—Algo anda mal.

En la oficina, la cámara muestra el hombre de camisa a cuadros entrar y salir nerviosamente. Contesta el teléfono una y otra vez. Mientras esto ocurre, el asaltante del traje azul le pone la pistola en la sien al gerente. No existe sonido, pero se adivina que lo está apresurando.

El gerente, sin embargo, no logra abrir la caja. El disco gira en vano. Tal vez el nerviosismo le impide recordar la combinación.

A las 10:02 el asaltante de la camisa a cuadros entra de nuevo para apurar a su cómplice. El del traje azul ha bajado momentáneamente el arma. En eso se le escapa un tiro. En la cámara se aprecia el destello de la detonación.

La bala no hiere a nadie, pero entonces ocurre algo inesperado. Aterrorizado por el disparo de su propia arma, el asaltante del traje azul le dispara al gerente en la cabeza, a bocajarro. Luego se gira y le dispara, también en la cabeza, al chef. Su cómplice huye. El del traje azul intenta huir, pero está tan acobardado que le cuesta trabajo abrir la puerta. Cuando al fin lo logra echa a correr con un gesto de terror.

Los meseros los ven venir y se refugian en un local contiguo.

—Vamos a entrar a ver si están bien —dirá alguno.

Adentro, el chef está muerto. El gerente morirá minutos después.

Las cámaras de la ciudad graban la huida: Progreso, Antonio Maceo, Carlos B. Zetina y el Viaducto. Los rasgos físicos de los asaltantes quedan varias veces registrados.

—No robaron nada, pero se llevaron dos almas —dirá uno de los meseros.

Sí. En minutos, dos idiotas segaron dos vidas absurdamente.

¿Y la procuraduría capitalina? Informa que no los localiza.

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