La contundencia de los resultados electorales anticipó el periodo de gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Para todo efecto práctico, el presidente de la República —quien, por cierto, sigue siendo Enrique Peña Nieto— ha quedado desplazado de todas las agendas. Es el futuro titular del Estado mexicano quien está tomando ya las decisiones y moviendo los hilos del poder presidencial, acrecido por el caudal de legitimidad que acumuló y por la obediencia anticipada de buena parte de la clase política. El sexenio que está en curso durará seis años cinco meses.

Esta sucesión adelantada no es trivial. De entrada, invita a revisar el larguísimo periodo que media entre las elecciones y la toma de posesión formal del presidente. Un lapso diseñado para otra época y otras condiciones que hoy resulta francamente absurdo. Cuando el presidente López Obrador asuma oficialmente el cargo que ya ocupa no habrá sorpresas: buena parte de las reformas legislativas que habrán de desprenderse de las decisiones anunciadas ya estará en curso o incluso promulgadas; el gabinete que lo acompañará estará ya en pleno vuelo; y, con toda seguridad, el presupuesto del 2019 estará prácticamente diseñado. Al ocupar la tribuna del Congreso con la banda tricolor al pecho, el futuro presidente no hará un discurso inaugural, sino que rendirá su primer informe de gobierno.

No obstante, Enrique Peña Nieto seguirá siendo el responsable constitucional de cualquier cosa que suceda en el ejecutivo federal antes del 1 de diciembre, e incluso todavía debe afrontar la penosísima tarea de rendir su último informe en una circunstancia completamente adversa. Sometido al veredicto de las urnas, acusado de ser el personaje que encarna los agravios principales del país, advertido de que las reformas que quiso llevar a cabo serán modificadas de raíz o, al menos, modificadas de manera sustantiva, y despojado de la autoridad y del poder que alguna vez lo cobijaron, tendrá que hacerse cargo de la casa por varios meses más.

El comienzo anticipado del sexenio —agigantado además por los cambios que vendrán también en los gobiernos estatales y locales—, sumado a los primeros anuncios sobre las reformas administrativas que emprenderá el presidente López Obrador, forman una ecuación muy delicada para la gestión pública de los últimos meses del 2018.

En México, dada la ausencia de servicios profesionales de carrera, la disciplina de las burocracias responde mucho más al grupo político en el que se inscriben que al papel profesional que desempeñan. La mayor parte de los servidores públicos del país carece de estabilidad porque sus cargos son espacios de poder sujetos a los vaivenes de la contienda electoral. Y aunque muchos estén dispuestos a dejar la piel en sus trabajos, saben que muy probablemente tendrán que irse, y saben, además, que, de quedarse, ganarán menos, tendrán menos prestaciones y quizás serán vistos como emisarios del pasado por sus nuevos jefes: como los funcionarios que sirvieron a un gobierno rechazado. No tienen incentivos para seguir obedeciendo a quienes habrán de gobernar hasta noviembre ni tienen tampoco, hasta ahora, razones para sentirse protegidos por quienes han tomado ya las riendas.

Por el bien de la República y por su propio interés, el presidente López Obrador tendría que emitir cuanto antes un mensaje de reconocimiento y estabilidad a quienes encarnan la administración pública de México. De ellos dependerá el curso de los meses venideros y el arranque de su gestión formal. Muchos estarán dispuestos a ayudarle y seguramente muchos le entregaron sus votos en las urnas. Por otra parte, además de injusto, sería desastroso sustituirlos sin haber establecido antes un sistema de méritos digno de ese nombre. Ya llegó al poder, pero ahora debe comenzar a gobernar.

                                                                                                                                               Investigador del CIDE.

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