Cuando en 1689 John Locke escribió Carta sobre la tolerancia, reflexionó acerca de la libertad, los límites de la fuerza coactiva del Estado y la defensa de los intereses civiles.

Siglos más tarde, no sólo distintos pensadores, sino también hechos históricos le darían la razón a Locke, pues cuando un hombre impone su voluntad sobre los demás ciudadanos engendra las peores formas de gobierno: Fidel Castro, Pol Pot, Hugo Chávez, Nicolas Maduro, Kim Jong-un, entre otros.

La intolerancia no solamente se mantiene en aquellos hombres que hacen de ella su estandarte y forma de dominio; ésta también se replica en aquellas personas que se ven proyectadas en el fundamentalismo de sus líderes autoritarios.

Hoy nos damos cuenta de que la violencia es la columna vertebral de Morena, pues desde los seguidores de López, refugiados atrás de una computadora y escritorio, hasta impresentables como Ackerman y Taibo, replican el odio y la intolerancia que componen ese partido.

Hay un miedo generalizado en la población sobre cómo López se quiere apropiar del poder, o que a través de sus mentiras llegue a detentarlo, pues Andrés Manuel está dispuesto a pasar por encima de quien esté en contra de su causa.

La ambición por el poder de López y su cínico pragmatismo lo han llevado a imponer a criminales, como Nestora Salgado o Napoleón Gómez Urrutia, en las listas plurinominales de su partido.

Nada refleja el carácter autoritario y dictatorial de López como cuando propone poner los derechos humanos a discusión o denunciar cualquier serie de televisión que haga cuestionamientos en su contra.

Si John Locke viviera, probablemente abriría un nuevo capítulo en el que revelaría cómo López siembra odio y por eso cosecha derrotas. La democracia necesita consenso, diálogo, propuestas claras, pero sobre todo un proyecto de unidad, no un hombre que al intentar lavar sus manos sólo ha exhibido lo sucia que tiene la conciencia.

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