Hay que tener claro lo que logró y lo que otorgó la delegación mexicana que negoció con el gobierno de Donald Trump la semana pasada. Primero, las buenas noticias. El equipo que encabezó Marcelo Ebrard consiguió el retiro temporal de la amenaza de imposición de aranceles que Trump usa como herramienta coercitiva y lo hizo antes de que los aranceles entraran en vigor. No es poca cosa. Los negociadores mexicanos también evitaron declarar a México como “tercer país seguro”, una medida en la que el gobierno estadounidense ha insistido desde hace tiempo y que tendría consecuencias gravísimas. Resistir la presión y negarse a dar un paso que además habría beneficiado a Donald Trump rumbo a la campaña presidencial del año que viene es también un logro. El precedente establecido en Washington debe ayudar a que la condición de “tercer país seguro” no esté sobre la mesa en negociaciones futuras.

Ahora, las concesiones.

Para evitar la imposición de aranceles, el gobierno mexicano aceptó tomar medidas y asumir responsabilidades sin precedentes en la agenda migratoria bilateral. En su oportunidad, el gobierno de Enrique Peña Nieto también se sumó a la agenda agresiva de Donald Trump con el “Programa Frontera Sur”. El resultado fue el maltrato de los migrantes centroamericanos, a los que México negó derechos y protección casi por sistema. Aun así, Peña Nieto nunca aceptó militarizar la frontera sur mexicana como lo ha hecho Andrés Manuel López Obrador. La presencia de miles de efectivos de la Guardia Nacional como parte del acuerdo es una concesión de gran trascendencia porque implica la adopción formal de la estrategia punitiva estadounidense dentro de territorio mexicano. Desde hace años, el gobierno de Donald Trump ha querido que México se asuma como la primera línea de defensa de América del Norte. Así lo buscó John Kelly y después Kirstjen Nielsen, los secretarios de Seguridad Interior de Trump, responsables de las medidas de castigo más desalmadas de los últimos tiempos. Hasta la semana pasada, México se había resistido a convertirse en un eslabón en esa cadena de persecución de los migrantes centroamericanos. Ahora, con miles de soldados mexicanos patrullando la frontera sur, Trump podrá presumir que finalmente ha conseguido la plena complicidad mexicana. En efecto: México se ha vuelto el muro. Se dice fácil.

El equipo mexicano también aceptó jugar un papel mayor en el programa “Remain in Mexico”, otra medida cruel que ha puesto en práctica el gobierno estadounidense en los últimos meses. Hasta la amenaza arancelaria, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador había restringido la colaboración mexicana en el proceso de recepción de inmigrantes centroamericanos que son devueltos a México para esperar aquí la respuesta a su solicitud de asilo. El gobierno mexicano también había insistido en que el programa era una imposición unilateral estadounidense. Ahora, tras el acuerdo en Washington, México no solo reconoce plenamente la validez del programa (que ha enfrentado serios desafíos legales en Estados Unidos), sino que se compromete a ampliar su aplicación del lado mexicano, recibiendo a “todos” los migrantes que Estados Unidos decida devolver, a los que proveerá “trabajo, salud y educación”. Es una concesión inmensa que tendrá repercusiones.

Para empezar, la espera en México no será de días ni de semanas para los miles de migrantes que buscan asilo en Estados Unidos. El sistema de cortes de migración estadounidense está cerca de colapsar. Hay miles de casos pendientes. Los centroamericanos que soliciten asilo tendrán que esperar meses o incluso años para ver resueltos sus peticiones. Y ese es, por mucho, el mejor escenario. Hay que decirlo con todas sus letras: México se ha comprometido a convertirse en sede semipermanente para decenas de miles de personas que vivirán en vilo, a la espera de una resolución en un sistema lento e inoperante. Además, el éxodo centroamericano se concentrará con toda seguridad en ciudades fronterizas que no están ni remotamente preparadas para ofrecerles seguridad y techo, ya no digamos servicios de salud y educación. Cualquiera que haya visto la desgracia de las caravanas migrantes que se han asentado, por ejemplo, en Tijuana conoce el calibre del riesgo. Si el gobierno federal y las administraciones municipales no hacen su tarea con diligencia, la presencia de la numerosa población centroamericana podría terminar en una pesadilla humanitaria que ni siquiera imaginamos.

Y en eso radica la principal preocupación que deja el acuerdo. Por desgracia, México se ha comprometido con Trump a poner en práctica medidas punitivas sin precedente y ha aceptado recibir a miles de potenciales refugiados sin contar con los recursos suficientes para ninguna de las dos cosas. En sentido contrario a todas las recomendaciones internacionales, el gobierno lopezobradorista recortó drásticamente el presupuesto de las agencias encargadas de proteger, procesar y hasta deportar a los migrantes centroamericanos que cruzan por México. Esas agencias ya estaban rebasadas desde antes del comienzo de la gran crisis de las caravanas. Ahora, tras las considerables concesiones que se han hecho a Estados Unidos, el desafío será muchísimo mayor. ¿Entrará en razón López Obrador y asignará los recursos necesarios al andamiaje gubernamental encargado de lidiar con la crisis migratoria o hará lo contrario, como es su costumbre? De la respuesta depende que la nueva realidad migratoria no se convierta en una tragedia capaz de complicar radicalmente el rumbo del proyecto de Andrés Manuel López Obrador y, mucho más importante, hundir en la más dolorosa miseria a cientos de miles de personas que merecen una oportunidad de una vida mejor.

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