Empieza un nuevo gobierno, no la historia. Un gobierno que ganó de manera indiscutible e indiscutida. Un potente hartazgo fue el caldo de cultivo de esta tercera alternancia en el ejecutivo en las últimas cuatro elecciones, aunado a la tenaz oposición y la vena popular de Andrés Manuel López Obrador. Se ha dicho y repetido: la corrupción tolerada y escasamente combatida, la inseguridad y la violencia crecientes, el débil crecimiento económico que vulnera las expectativas de millones de jóvenes que se incorporan a una vida laboral precaria, informal; en el marco de unas desigualdades sociales que no son de ahora ni de ayer, sino de siempre, generaron y con razón una recia ola de insatisfacción la cual fue explotada y conducida por quien hoy encabeza la Presidencia.

Fue a través de un método civilizado que se expresó ese malestar. Las elecciones, imparciales y equitativas, permitieron la contienda pacífica, institucional y participativa de la diversidad de opciones políticas que coexisten en el país. Se dice fácil, pero fue una construcción reciente la que posibilita que los humores públicos refrenden o castiguen gobiernos, multiplicando los fenómenos de alternancia.

El desgaste sucesivo de gobiernos del PRI y del PAN está a la vista. Y el gran reto del nuevo gobierno es el de lograr revertir esa situación. Llega con un gran apoyo popular. Ha desatado expectativas e ilusiones para dar y prestar. Pero el “caldo de cultivo” del deterioro de sus antecesores sigue ahí. Si avanza combatiendo la corrupción, atemperando la violencia y la inseguridad, generando crecimiento económico e inclusión social el aprecio crecerá…pero si no, puede sufrir un daño similar al de los gobiernos anteriores.

No obstante, hay algo que México construyó en las últimas décadas que me temo no se aprecia con suficiencia, en buena medida por el mal humor público alimentado por las patologías enunciadas y algunas más. Existe un malestar tan grande por la vida política que genera un desdén por todo y por todos. No hay paciencia para distinguir. Se igualan instituciones (las que funcionan bien y las que lo hacen mal), se lanzan al viento descalificaciones genéricas y totalizantes, se compite por ver quién es más radical en las reprobaciones y no más exacto en el juicio. Un ambiente refractario al análisis matizado y a valorar lo que debe ser preservado y fortalecido, y si se quiere, reformado.

Eso que el país edificó en las últimas décadas fue una germinal democracia. Un espacio institucional en el que la diversidad política del país puede vivir, coexistir y competir de manera regulada y pacífica. No fue una construcción impostada, todo lo contrario: un país de las dimensiones, la diversidad y la complejidad de México solo cabe, para su convivencia, en un formato democrático. De ahí la pluralidad que se instaló en los órganos representativos, el fortalecimiento de las agrupaciones civiles, el complejo entramado de intermediaciones entre Estado y sociedad, la ampliación de las libertades, las elecciones competidas y las recurrentes alternancias. No obstante, eso no es valorado con suficiencia ni por franjas más que numerosas de la sociedad, ni por quienes han sido usufructuarios directos de esas nuevas y venturosas realidades, entre ellos, al parecer, el gobierno que inicia.

Por supuesto, cualquier partido o coalición de partidos legítimamente puede aspirar a convertirse en una mayoría en los cuerpos de representación. No obstante, es necesario subrayar que esas mayorías, en democracia, siempre serán y son contingentes, cambiantes. Que ninguna fuerza política nació para ganar de manera eterna ni que las minorías están condenadas a serlo por siempre. Y que esa mecánica cambiante entre unas y otras, producto de los alineamientos y realineamientos que se producen en la sociedad, debe contar con un marco normativo e institucional para expresarse. De tal suerte que ojalá en los meses y años por venir no deterioremos o adelgacemos ese germinal entramado democrático.

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