Recuerdo el día en que conocí a mi bisabuela materna, María del Pilar Martínez. Es como un sueño: una señora delgada, con los cabellos recogidos en un peinado alto, sentada en su mecedora. Con mano firme dirigía su rancho, San Antonio III. Mi abuelo me llevó a visitarla. De ella se cuentan historias que hablan de su temple: llegaron los carrancistas al patio del rancho, se detuvieron a un lado del pozo donde estaban escondidas las monedas de oro.

Sacaron a Pilar de su habitación, la pusieron bajo un árbol de donde pendía una soga cuyo extremo anudaron alrededor de su cuello y le preguntaron una vez más dónde estaba el dinero. Ella, viuda desde hacía tiempo, se quitó la soga con calma y les contestó lo mismo: no tenía caudales. Los villistas se habían llevado todo.

En aquella ocasión hicimos un recorrido por el rancho. Yo tenía unos seis años y me quedé prendada de un viejo baúl lleno de llaves. Eran de bronce, muchas tenían pátina y las más grandes medían unos doce centímetros. 
Mi abuelo me prometió que me las iba a regalar.

Por fin la propiedad se vendió para pagar los costos de la vida. El abuelo estaba enfermo y mis tíos adolescentes estudiaban en diferentes instituciones. El baúl lleno de llaves se quedó en la casa del rancho. Quizá los nuevos dueños las vendieron a algún herrero. Desde entonces hasta hoy, esas llaves, tan grandes como mi mano, viven en mi mente. He imaginado mil maneras de hacerlas lucir en los muros de mi casa.

En los años de dominación romana, el Imperio envió esclavos judíos a trabajar las tierras de Hispania. La persecución contra los no creyentes se agravó en el siglo IV.

Diez siglos pasaron. Los judíos fueron expulsados de Castilla y Aragón por decreto firmado en Granada por los Reyes Católicos en 1492. El inquisidor Torquemada redactó: “Acordamos de mandar salir a todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos”.

Muchos se convirtieron, otros se encaminaron a la diáspora con la esperanza de volver pronto, llevando consigo la llave de su casa. La economía y la cultura de España quedarían afectadas. Isaac Abranavel, asesor de los reyes, ilustre judío, escribió en aquel momento: “Es una desgracia que el Rey y la Reina tengan que buscar su gloria en gente inofensiva. Cuando los reyes y reinas cometen hechos dudosos se hacen daño a sí mismos, y como bien se dice, entre más grande la persona que comete el error, el error es mayor; profundo e inconcebible como España nunca haya visto hasta ahora. Por centurias futuras, vuestros descendientes pagarán por sus apreciados errores del presente. La nación se transformará en una nación de conquistadores, y al mismo tiempo os convertiréis en una nación de iletrados. En el curso del tiempo, el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro entre las naciones”.

Siempre llevo en mi bolsa la llave de la casa de mis padres. A mi regreso de Boston o de California, usé la llave para abrir esa puerta y sentí que llegué por fin a la patria, aunque ya no viva ahí desde hace décadas.

El 11 de junio de 2015, los judíos sefarditas residentes en todo el mundo recibieron con júbilo la aprobación de la ley de ordenamiento jurídico que les otorgaba de nuevo la nacionalidad española. Podían regresar a Sefarad, la tierra de sus antepasados, llevando consigo la llave que habían heredado, generación tras generación, para probarla en las cerraduras de las que, con probabilidad, fueron casas de su familia. Regresaron con maletas de nostalgia y su idioma, el ladino. Una de sus frases dice así: “Kuando mucho eskurese es para amaneser”.

Para ellos, después de medio milenio, terminó una época de oscuridad y persecución.

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