Se pelean a gritos, algunas veces por asuntos sin importancia, llevados por la pasión de sus personajes, que se enamoran una y otra vez, padecen enfermedades que les provocan sufrimiento, se curan y hacen negocios formidables, declaran guerras que pierden, aunque a veces llegan al trono y se convierten en dictadores, muchos de ellos sanguinarios. Algunos se vuelven millonarios y otros mendigos.  Todos viven y mueren en páginas de libros que cuentan sus historias.

Desde que era niña, sentía que los libros me llamaban desde sus estantes. Hacían esfuerzos para saltar de sus libreros y atraerme con sus cubiertas: fotografías a colores, títulos misteriosos, promesas seductoras. Todavía siento cosquilleo al entrar a una librería. No exagero: mi corazón palpita con rapidez. Veo los nuevos títulos, me fascina tocarlos y aprecio el trabajo de sus editores. No sólo quiero comprar para mí: pienso en mi padre, mi marido, nuestros hijos, amigos que son grandes lectores y también en otros, a los que quisiera convertir en adeptos.

“No se deberían leer más que los libros que nos pican y nos muerden. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, ¿para qué seguir?”, escribió Franz Kafka, genio nacido en Praga en 1883. Su personaje Gregorio Samsa, en mi juventud, reptaba por mi espalda.

Escoger los títulos que nos van a acompañar por largas horas es fundamental. De sus párrafos surgen ideas para la vida, soluciones a problemas que nos agobian, emociones que nos hacen definir nuestros sentimientos y tomar decisiones.

En la novela El libro salvaje, de Juan Villoro, publicada en 2008, Juan, el protagonista, es un niño que pasa sus vacaciones en la casa de su tío Tito. En ese inmueble enorme, hay libros por todas partes. Juan se da cuenta de que los volúmenes cambian de lugar cada noche. Su tío le aclara que los libros siempre deciden por quién y cuándo ser leídos.

El poema “Se reúnen para mí en el librero”, de la autora queretana Martha Favila, dice: “Vagan mis poetas / en las noches por la casa: // silenciosos / murmuran sus secretos. // En los libreros / se hermanan; // sólo los favoritos / han entrado poco a poco; // estoy segura de que Ajmátova / conversa con Szymborska y Castellanos; / que Heaney y Homero con Lispector; / que Paz y Brodski discuten algún tema. // Y agradezco sus palabras / que planean lentas / en la memoria / cuando al amanecer / escucho pájaros // como ellos escucharon / quizá los mismos pájaros / cada uno en sus mañanas”.

Las obras literarias publicadas suman alrededor de ciento treinta millones. Es imposible leer ni siquiera una minúscula fracción. Por eso, vale la pena actuar como un pajarillo que se siente atraído por una fruta, la picotea, la saborea y en seguida la deja. Hay que terminar de leer y conservar para su relectura solamente los mejores libros. Los demás, donarlos a una biblioteca pública.

“La vida es corta y hay demasiadas cosas interesantes que leer”, dijo Andrés Barba, un madrileño nacido en 1975 que ha aportado una lista considerable de títulos a ese río inagotable.

El poeta Manuel Astur define: “Creo que un buen libro es el que logra contar algo complejo con un lenguaje sencillo y ahorrador”. Nunca mejor dicho.

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