Una canción del dúo neoyorkino Simon&Garfunkel inicia con un saludo a la Oscuridad: “vieja amiga, vengo de nuevo a hablar contigo: una visión dejó sus semillas en mi cerebro. La visión permanece en el sonido del silencio”. Esta es una invitación a la búsqueda de la verdad. Hay muchas maneras de encontrar respuestas a las dudas de la existencia. Cada quien tendrá la suya.

Mi manera de hacerlo es leer.

Los libros dejan semillas de ideas y plantan bosques enteros en las mentes de los lectores. Renuevan la naturaleza del papel en que se imprimen, porque cada página contiene el germen del pensamiento humano. En una biblioteca integral se contiene la historia y la información indispensable para volver a construir el mundo de ser necesario. Quizá hacerlo mejor todavía.

No me cuesta trabajo imaginar mi vida como un libro. Mis autores eran jóvenes, estaban enamorados hasta el tuétano —lo están todavía— y tenían una sola alma, corazones palpitando al mismo ritmo. Las primeras páginas tenían impreso un prólogo genético que ha sido trasladado a los libros que mi coautor y yo imprimimos.

El prefacio que se leía en mi nacimiento contenía párrafos breves que me he afanado en alargar. Ha habido capítulos de dolor, frustraciones y pérdidas. Estrofas que no volvería a escribir, palabras cargadas de tinta enfermiza. Cuando repaso las hojas, trato de olvidar que existen.

Hace tiempo, el colofón quedaba lejos de mis ojos. Se adivinaba mucho papel en blanco entre mi presente y la última frase. A medida que vivo y escribo, el final de mi libro se vislumbra cercano, aunque trato de crear nuevas hojas, como láminas de calendario. Me consuela saber que no seré yo quien lea la obra completa. Tampoco es mi intención tener muchos lectores. Si mis hijos y sus hijos buscaran algún día tres renglones dirigidos a ellos, me sentiría muy complacida.

Al final, la vida enseña más que el lenguaje. Dijo el autor nayarita Amado Nervo, en su poema “A quien va a leer”:

“Un hilo de agua que cae de una llave imperfecta; un hilo de agua, manso y diáfano, que gorjea toda la noche y todas las noches cerca de mi alcoba; que canta a mi soledad y en ella me acompaña; un hilo de agua: ¡qué cosa tan sencilla! y, sin embargo, estas gotas incesantes y sonoras me han enseñado más que los libros. // El alma del agua me ha hablado en la sombra —el alma santa del agua— y yo la he oído, con recogimiento y con amor. Lo que me ha dicho está escrito en páginas que pueden compendiarse así: ser dócil, ser cristalino; esta es la ley y los profetas; y tales páginas han formado un poema”.

Miguel de Unamuno, el rector de Salamanca, dice así: “Leer, leer, leer / el alma olvida / las cosas que pasaron. / Se quedan las que quedan, las ficciones, / las flores de la pluma, / las solas, las humanas creaciones, / el poso de la espuma. // Leer, leer, leer, / ¿seré lectura / mañana también yo? / ¿seré mi creador, mi criatura, / seré lo que pasó?

En versos de Jaime Sabines, el poeta de Chiapas: “No hago sino esperar. / Esperar todo el día hasta que no llegas. / Hasta que me duermo / y no estás y no has llegado / y me quedo dormido / y terriblemente cansado / preguntando. // Amor, todos los días. / Aquí a mi lado, junto a mí, haces falta. / Puedes empezar a leer esto / y cuando llegues aquí empezar de nuevo. / Cierra estas palabras como un círculo, / como un aro, échalo a rodar, enciéndelo”.

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