Está lista, al fin, la primera vacuna para el Covid-19. Su estreno, en Gran Bretaña, acaparó la atención de medio mundo y con justificada razón: la primera buena noticia en un año obscuro y repleto de desagradables sorpresas.

Ya sabemos edad y nombre de los primeros vacunados, ya nos reímos con el simbolismo de que el segundo de ellos se llame William Shakespeare y viva a solo unos kilómetros de donde nació el célebre dramaturgo, ya se escuchó el suspiro colectivo de alivio ante lo que pareciera ser una auténtica salida al túnel de la pandemia.

Es innegablemente una muy buena noticia, pero no significa ni de lejos que la cosa esté resuelta. Que el primer ejercicio masivo de vacunación suceda en Gran Bretaña permitirá observar con facilidad los retos inmediatos de logística: distribución al mayoreo, almacenamiento, distribución y cuidado en hospitales, aplicación, censo y seguimiento de pacientes son tan solo algunos de los pasos indispensables.

El Reino Unido tiene un sistema de salud muy avanzado, lo cual le permitirá ser mucho más eficiente en esos procesos que, por ejemplo, Estados Unidos, ya no digamos México o cualquier país de desarrollo medio o bajo. El desafío operativo no supera al científico, obviamente, pero no por ello deja de ser imponente. Y los riesgos de fallar vienen acompañados de severas consecuencias de salud pública e incluso de mantenimiento del orden y la estabilidad social.

Lo anterior me lleva a la razón para el encabezado de este artículo, queridos lectores. Para que un programa de inoculación a gran escala pueda funcionar, requiere por supuesto de un enorme aparato burocrático/administrativo, grandes recursos económicos y, muy especialmente, de la participación, de la colaboración, de la población, es decir de la sociedad.

Para un país como Mexico, con sus grandes extensiones geográficas y una dispersión demográfica que coexiste junto al hacinamiento urbano, las dificultades se multiplican. Si sumamos a eso las carencias estructurales de nuestro sistema de salud tenemos un panorama poco alentador: no tenemos y nunca hemos tenido una infraestructura de servicios de salud suficiente, los problemas de marginación, aislamiento y pobreza se potencian entre sí, y las dificultades de acceso se magnifican en varias regiones del país por la presencia a veces dominante del crimen organizado.

Por si todo eso no bastara, veamos la parte que ya no le corresponde al sector público, sino a todos nosotros en lo individual, lo familiar y lo comunitario, a lo que nos toca como sociedad, pues. Y es ahí, apreciados lectores, que verdaderamente me preocupo.

Dejemos por un momento a un lado la política y no pensemos en lo que el gobierno actual o los anteriores han hecho o dejado de hacer. De eso se discute diariamente, y mucho, así que regalémonos un espacio para reflexionar en lo que a nosotros nos toca.

Esta terrible pandemia ha sacado a la superficie lo mejor de lo que somos, pero también lo peor. Por cada acto admirable de generosidad hay muchos, demasiados, que reflejan egoísmo, mezquindad, irresponsabilidad. No se trata de señalar culpables, sino de hacer un ejercicio honesto de introspección.

¿Hemos estado, individual y colectivamente, a la altura que exigía —que exige— esta crisis? ¿Nos atreveríamos a lanzar la primera piedra? ¿Nos creemos capaces de responder con responsabilidad y madurez a la siguiente etapa?

¿O será que necesitamos primero que nos vacunen contra el egoísmo, el individualismo, la avaricia y tantos otros virus que nos han invadido el alma?

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