Los procesos de memoria, en el corto y en el largo plazo, siempre nos permiten poner en perspectiva crítica nuestras realidades, sobre todo las que se refieren en la manera que actualmente protegemos los derechos de las poblaciones históricamente discriminadas. Por ejemplo, tomemos el caso de las mujeres indígenas.

En 2006, Adriana Manzanares, mujer guerrerense de Ayutla de los Libres, fue sentenciada a 27 años de prisión a cumplir en un penal de Chilpancingo, después de haber sufrido un aborto espontáneo durante el séptimo mes de gestación. En su caso, la comunidad decidió que la conducta de Adriana era reprobable y, por ello, el juez le dictó una sentencia condenatoria por el crimen de “homicidio en razón de parentesco”.

Al siguiente año, en 2007, Eufrosina Cruz se postuló para la presidencia municipal de Santa María Quiegolani, en Oaxaca, y aunque resulto ganadora, la asamblea comunitaria de su comunidad decidió anular su triunfo porque, hasta el momento, los usos y costumbres no contemplaban que una mujer fuera gobernante. En su caso, lo más grave fue que ninguna autoridad local o federal protegió el derecho de esta mujer indígena a ocupar un cargo de elección popular.

Más recientemente, en 2008, Jacinta Francisco Marcial, mujer ñañhú del municipio de Amealco en Querétaro, fue condenada a 21 años de prisión en una acción penal violatoria del derecho al debido proceso, supuestamente por haber secuestrado a 3 agentes de la Agencia Federal de Investigación. Aquí, la cuestión no fue sólo que nadie asistió legalmente a Jacinta, sino que, aunque ya fue liberada, no ha existido la exculpación plena por el hecho ni ninguna medida de reparación del daño.

¿Qué es lo que tienen en común estos hechos, más allá de que las protagonistas sean mujeres indígenas? Primero, que se hace evidente la existencia de una brecha de desigualdad que muchos y muchas creen superada: la que afecta a las mujeres y la que experimentan las poblaciones originarias.

En segundo lugar, se pone de manifiesto la incapacidad de las instituciones públicas –sanitarias, electorales, de procuración de justicia– para proteger los derechos de las mujeres, incluso en contextos de discriminación y vulnerabilidad que representan los usos y costumbres de una comunidad particular.

Finalmente, está la renuncia de la autoridad a hacer justiciables y exigibles derechos cuya vulneración debería motivar procesos de procuración de justicia e, incluso, de reparación del daño. Así, por ignorancia, por inercia o por irresponsabilidad, se mantiene a las mujeres indígenas en posiciones de desigualdad y de violación a sus derechos.

En las democracias representativas, una forma de remediar las injusticias históricas hacia las poblaciones históricamente discriminadas –como las mujeres indígenas– es establecer formas diferenciadas de participación y diálogo con la autoridad. Esto puede tener dos vertientes, promover la inclusión de estas personas en los cuerpos legislativos, a través de medidas de acción afirmativa o cuotas, o bien establecer mecanismos de consulta que permitan constatar que cualquier ley o acción de política pública que les afecte contará con su punto de vista.

Me parece que en el caso de las mujeres indígenas, hemos fallado en ambas rutas de la inclusión, como lo ponen en evidencia los casos de Adriana Manzanares, Eufrosina Cruz y Jacinta Francisco. No es sólo el hecho de que ellas hayan sufrido violaciones a sus derechos, sino que su posición de vulnerabilidad es consecuencia de la manera en que las instituciones han desoído a las personas indígenas y les han negado sus derechos. Se trata de una ceguera histórica, pero también de una irresponsabilidad política que no puede seguirse tolerando.

¿Qué hacer entonces? Aunque existen formalmente los mecanismos de consulta para incluir a las mujeres indígenas en las decisiones que les afectan, tenemos que hacerlos efectivos. Que ellas participen en el diseño de cada ley que busca proteger sus derechos, que ellas puedan evaluar cada medida de política pública que se realiza para beneficiarlas, que ellas puedan constatar que el presupuesto para las acciones de género sea suficiente y sujeto a la revisión y al escrutinio permanentes.

Esto tiene varias implicaciones, unas inmediatas y otras más de largo plazo. Se necesita establecer una comunicación directa y en su lengua materna, cuando se requiera; se necesita excluir a la violencia y la coerción del diálogo que se entable con ellas; se necesita también darles voz plena frente a las y los tomadores de decisiones.

Pero, en el largo plazo, necesitamos cambiar la cultura pública, para acabar con la política patriarcal que las invisibiliza y para integrarlas al desarrollo humano, con autonomía y calidad de vida. Queremos, en una palabra, que las luchas de Adriana, Eufrosina y Jacinta no sean en vano, sino que sirvan de un modelo de evaluación de la política que ha permanecido ciega frente a las necesidades y derechos de las mujeres indígenas.

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