Ni autoritario ni democrático, sino todo lo contrario. Las primeras iniciativas, giras y decisiones del presidente electo esbozan una actitud más modernizante y abierta de la que podría haberse anticipado, habida cuenta su procedencia de un grupo político tan tradicional y cerrado como el de Atlacomulco. Peña Nieto parece dispuesto a encarar con presteza varias reformas imprescindibles para activar la economía, pero al mismo tiempo ha mostrado sensibilidad para abordar los impactos sociales y políticos de tales medidas. O por lo menos así lo parece.

Pero una lectura más acuciosa de sus proyectos y la manera en que se están instrumentando revela la identidad esencialmente práctica y eficientista de su estilo de gobierno. No es una regresión política lo que se nos viene, ni una restauración del viejo régimen. Lo que tendremos es una tripulación al mando de una locomotora cuyas calderas de leña serán reemplazadas por motores de diesel. Avisarán de las partidas del tren a los distintos vagones de la sociedad mexicana, y dejarán que unos y otros se suban como puedan o se queden en el camino.

Reducirán su marcha implacable sólo cuando el costo político o la crítica social sea tal que ponga en riesgo los objetivos de su reforma o el crecimiento económico. Preferirán ceder y negociar que reprimir, salvo cuando se trate de asuntos absolutamente clave de su matriz reformista.

Las primeras acciones muestran claramente ese derrotero. El equipo de transición apoyó la reforma laboral de Calderón, que anticipaba en buena medida la del propio Peña Nieto. No es cosa menor, porque entre sus propuestas la reforma incluía el combate a la opacidad sindical, clave de la sobrevivencia de los liderazgos sempiternos. El propio líder de la CTM, perteneciente al PRI, criticó a Peña por apoyar esta reforma y señaló que en sus viajes internacionales el presidente electo sólo se reúne con mandatarios y empresarios, pero no con trabajadores.

Me parece que tales declaraciones van para la tribuna. En la práctica, los operadores de Peña Nieto en el Congreso, Manlio Fabio Beltrones (diputados) y Emilio Gamboa (senadores), han tomado el punto de vista de los líderes sindicales y están a punto de lograr que la reforma laboral sea lastrada de los contenidos democratizantes, y en cambio sí incorpore la flexibilidad de contratación y despido que exigían empresarios e inversionistas.

Ni siquiera creo que esta actitud (una reforma laboral deslactosada) haya sido una estrategia puntualmente planeada por el equipo de Peña Nieto. Estoy seguro de que algunos tecnócratas que le rodean habrían visto con simpatía cambios sindicales que permitieran al sistema deshacerse de los estratos momificados que controlan la mano de obra organizada en México. Pero tampoco era su prioridad. Buscaban modificaciones en la ley del trabajo sobre las que no iban a transigir (temas de contratación y despido), y dejarían a las correlaciones de fuerzas políticas la definición de los alcances de la democracia sindical. En otras palabras, echaron a andar la locomotora hacia los objetivos buscados, y dejaron que los actores políticos resolvieran los aspectos que, a su juicio, resultan complementarios (en este caso los temas de democracia sindical).

Creo que esa será la tónica del nuevo gobierno. Implacable en los objetivos, es decir, la dirección y la velocidad de la marcha, y tolerante en la manera en que los pasajeros se acomoden en los vagones. Claro, siempre y cuando tales acomodos o desacomodos no amenacen la estabilidad y el destino del tren.

Algo similar sucederá con el programa sobre inseguridad pública, la reforma energética (léase apertura de Pemex) y la reforma fiscal que están en preparación. Peña Nieto ha prometido un crecimiento anual promedio de 6% durante su sexenio. Y para eso requiere fuerte inversión privada, de allí la necesidad de las reformas económicas y la disminución de la violencia. Pero también necesita condiciones mínimas de estabilidad social y recursos ingentes para mejorar la infraestructura económica. Por eso la urgencia de una reforma fiscal.

En estos temas serán categóricos e inflexibles, pero con mucha mano izquierda para negociar los detalles. Esto significa que están dispuestos a tocar los intereses monopólicos sólo en aquello que beneficie la acumulación en su conjunto. En todo lo demás, como fue el caso de las cúpulas sindicales, terminarán cediendo antes los poderes de facto.

No será fácil calificar al régimen peñanietista. No será un gobierno autoritario, pero tampoco inaugurará un régimen democrático. Me temo que lo decisivo sucederá en los vagones. O dicho de otro modo, el diablo está en los detalles.

Economista y sociólogo

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