Al final del sermón, el padrecito de mi pueblo pidió que recibiéramos bien a los muchachos de la Selección Mexicana de fútbol, que ya mucho tuvieron con perder ante Holanda como para todavía encontrar tristezas a su llegada. El padrecito de mi pueblo abogó también el Papa futbolero, Francisco, hincha de San Lorenzo de Almagro. Pidió para el pontífice “una limosna”, porque “bien sabemos que tiene sus cositas (en el Vaticano), pero no alcanza”. Los feligreses de mi pueblo, como toda la afición, como casi todos los mexicanos, estaban triste, porque nos robaron la oportunidad sentirnos grandes por el tiempo que pueda durar un partido de fútbol. Estaban compungidos, cari bajos, porque nos arrebataron la gloria de los 60 minutos, que para nosotros ya es suficiente. Otra cosa hubiera sido llegar a cuartos de final, sólo llegar, no pedíamos más, nunca pedimos más. Pero bien dicen que “hubiera” es el tiempo de los ilusos. Luego, para sentirnos más mal, está esa frase que no nos ayudará a digerir el fracaso: “No era penal”. Robben nos robó, el mundo lo sabe y la repetición televisiva nos lo va a recordar siempre. Mal haya sea la suerte del holandés que nos desgració. Están también las declaraciones que nos sirven para convertirnos de víctimas a héroes caídos. “En este mundial México tuvo todo en contra”, dijo el señor “Piojo”. Nos queda el consuelo de que estuvimos a cinco minutos de la gloria, de sacudirnos ese pesado fardo de perdedores. Cinco malditos minutos que sirvieron para regresaron, como indocumentados, a la triste realidad del Tercer Mundo. Los cinco minutos de la infamia. Incluso los feligreses de mi pueblo saben bien que la vida sin los nuestros en el Mundial ya no es lo mismo. Que el señor que nos vende el periódico por las mañanas no nos va a sonreír igual, mientras no entrega las peores noticias de la mañana. Que ese menudo de los domingos no tendrá el mismo sabor, ni la señora que lo vende nos verá igual, como si nos hubiera bautizado un chamaco. En este punto, favor de omitir cualquier intento de albur. Ahora cómo poder llegar a la cantina y saludar a todos como si por el simple hecho de vestir una camiseta verde, nos convirtiera en compadres. Será necesario encontrar una justificación para no ir a trabajar y malgastar el dinero que no tenemos. Pero no todo está perdido. Aprendimos que la afición mexicana está muy por encima de la Selección y que si existieran un Mundial de aficiones o barras, seríamos siempre campeones o por lo menos, estaríamos dentro de los cinco favoritos. Reconozcamos que la Selección no se merece tanto cariño de un raza tan aguerrida y rompedora, gente que impone estilos y maneras de apabullar a los contrarios, que nunca abandona al caído, que le llora a sus jugadores, que le entrega todo, casa, trabajo y sueños. Aprendimos que a los mexicanos nos sobra voluntad y que optimismo, que en el mal sano arte de soñar despiertos, nos la Pérez Prado. Que para aguantar lo inaguantable, el “sólo por hoy” de los alcohólicos anónimos es una bandera de batalla: Hoy si vamos a ganar, sólo por hoy, mañana quién sabe. Porque el Mundial, señores y señoras, es como en el amor, es bueno, incluso maravilloso, mientras dura. Luego se convierte en un infierno, en esa pesadilla que no nos deja dormir y hay que tratar con el fantasma de “los malditos cinco minutos de la infamia”. Como en el amor, a los de la Selección les damos todo: cariño y confianza, hablamos bien de sus malos peinados y de todos sus defectos; y siempre nos pagan mal. Se fueron con nuestras esperanzas y regresaron con las manos vacías. Nos rompieron el corazón. Pero como en el amor, los perdonamos una y dos y tres veces, aunque siempre nos digan lo mismo, que hoy voy a cambiar, que mañana será mejor, que no lo vuelven a hacer. Como en el amor. FIN. * Periodista de entretenimiento con más de 15 años de experiencia.

Google News