Para muchos de nuestros contemporáneos —acostumbrados al ruido del vacío— la Navidad es intolerable. De pronto el ritmo acelerado de la vida se les vuelve humo. No saben estar solos. Necesitan la alteración para no caer en el abismo del ensimismamiento. Para no ver su rostro reflejado en un espejo turbio. Necesitan actos, contratos, adrenalina, peligro, miedo. La Navidad les viene a taladrar el resuello. Ellos están para deshojar la margarita, no para contemplarla en su magnífica intención de expresar lo bello y lo perpetuo.

Navidad es el nacimiento de Jesús. Pero no es simplemente el recuerdo de un acontecimiento que tuvo lugar en la historia, en Belén, hace 2012 años. Es que ese pequeño y pobre rey del universo nazca, en serio, en nuestros corazones; en el silencio de la noche oscura que nos envuelve y nos atormenta.

Nacimiento de Jesús es nacimiento de la inocencia. ¿Cuántos de nosotros no tenemos la inocencia por un error de cálculo, un perjuicio, un daño a la capacidad de dominio? El propio Herodes, avisado por los Magos, montó en una cólera brutal: no podía aceptar que hubiese otro poder más que el suyo en la tierra que “dominaba”. Mandó matar a los inocentes, como hoy se manda matar a los sin voz.

Si tuviéramos un poco de sabiduría estaríamos en armonía con los demás. Pero no es que se nos haya robado, es que ni siquiera hemos pujado por adquirirla. ¿De qué sabiduría se habla? De la que viene de la sencillez. El establo humilde de Belén, donde José y María recalaron tras el largo viaje del empadronamiento ordenado por el César, es el mejor diccionario del espíritu humano. Ahí se encuentra el aliento de la fe, sí, pero también el patrón que interconecta al hombre con el hombre y al hombre con el mundo.

Los animales del nacimiento, los ángeles del cielo, las bestias del campo, los pastores y las estrellas, la Sagrada Familia y el leve balido de las ovejas formaron un coro que bien puede ser el coro del hombre en su condición divina y terrenal. No hay, no debe haber distancia entre lo que somos y nuestros sueños de sencillez. Ha sido un sistema salvaje, depredador el que pobló de fantasmas y de ignominias la noche más pura de la historia. Y con ello, sembró la oscuridad de la condición actual, plagada más que de estrellas, de presagios y maldiciones.

Cristo es el guía de una sociedad nueva. Su salvación es la salvación de todos. Los que creen en él y los que, por no saber aquilatar la grandeza de su destino, lo abominan. En ningún momento como en esa penumbra clara de Belén el mundo detuvo su aliento, se prosternó, supo que había una eternidad en su bolsillo, un boleto de eternidad guardado entre sus venas. Nunca como ese 25 de diciembre por la madrugada, el llanto de un bebé recién nacido ha helado la rudeza del mal y la ha cortado, como un cuchillo afilado corta la rugosa superficie del insomnio.

Quien no tiene los instrumentos de navegación para ir en pos del ideal de pureza que el niño de María nos comunica la Nochebuena, no puede saber lo que se está perdiendo. José somos los testigos de un hecho extraordinario. El hecho de la vida misma. De la alegría. En la amargura nunca se ha concebido la oportunidad de construir el amor.

Y —no hay ideología que pudiese afirmar lo contrario— estamos hechos por y para el amor, esa sinfonía breve y celestial de ver y ser visto, de pronunciar y ser pronunciados por el otro. Es el villancico de la Navidad.

Periodista y editor

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