Hace unos días un incendio devoró, prácticamente por completo, el Museo Nacional de Río de Janeiro, que a lo largo de 200 años había logrado reunir un acervo de 20 millones de piezas.

La historia humana está llena de relatos sobre acervos destruidos. El Papiro de Ipuur, hallado en Egipto, contiene la descripción de la revuelta social más antigua que se conserva. Se trata de un suceso ocurrido entre 2175 y 2040 a. C., en el que corrieron a la par el fuego, la destrucción y la muerte.

En dicha revuelta, en la que el Nilo se tiñó de sangre, perecieron los misteriosos rollos que eran conservados en las bibliotecas de los templos, y en los que se preservaba un saber que ni siquiera imaginamos.

Siglos más tarde, en el 612 a.C, los medos arrasaron la ciudad de Nínive y destruyeron la legendaria biblioteca del rey Asurbanipal.

Asurbanipal había enviado escribas a los rincones del mundo conocido para que recogieran la totalidad del saber acumulado. No sabremos jamás qué fue lo que se perdió tras la invasión de los medos, pero en 1845 Henry Layard encontró en las ruinas de Nínive más de cinco mil tablillas que formaron parte de esa biblioteca: entre ellas se encontraba el poema épico más antiguo: La Epopeya de Gilgamesh (escrito 1,500 años de La Ilíada y La Odisea).

La desaparición de la Biblioteca de Alejandría, en el 47 a.C. es considerada uno de los desastres culturales más simbólicos y significativos de la historia. El incendio ocurrió durante la toma de la ciudad por las tropas de Julio César y según fuentes devoró 40 mil rollos.

La biblioteca había sido fundada por Alejandro Magno en el 331 a.C. La orden había sido compilar todo el conocimiento humano, “todas las obras de todos los tiempos y todos los países”. Algunos autores creen que conocemos a Homero, a Platón, a Aristóteles, a los clásicos del mundo griego, porque solo fueron sus obras las que se salvaron.

En ese orden se inscribe la destrucción del Museo Nacional de Río de Janeiro. A diferencia de la mayor parte de las tragedias de este tipo, en esta ocasión sí sabemos qué fue lo que irremediablemente se perdió, y tal vez por eso duele más. Entre esos 20 millones de piezas perdidas se hallaba, por ejemplo, Luzía: un esqueleto de una pequeña mujer muerta hace 12 mil años, alguna vez fue considerada la más antigua de América (hasta que el hallazgo en un sistema de cenotes de la mujer de Naharon, en Quintana Roo, México, la despojó de tal honor).

Los arqueólogos que en 1975 la hallaron en una cueva de Brasil (en Minas Gerais) la bautizaron como Luzía en honor de una Australopithecus descubierta un año antes en Etiopía (3.9 millones de años de antigüedad), a la que los arqueólogos llamaron Lucy porque en el instante de su hallazgo oían una canción de Los Beatles: Lucy in the Sky with Diamonds.

Luzía era mucho más joven, pero resultó igualmente esencial. Tenía 20 años cuando pereció, probablemente durante el ataque de un animal. Su cráneo apareció separado del cuerpo. Los pocos huesos que quedaban formaba solo una tercera parte del total. Medía solo metro y medio. Había tenido hijos.

Pero había algo extraño que el arqueólogo Walter Neves ya había advertido en otros restos descubiertos en la zona. La forma de su cráneo no correspondía con el de los mongoloides que supuestamente habían pasado a América desde el norte de Asia. Su cráneo era más parecido al de los homínidos africanos.

La hipótesis de Neves contradecía ideas vigentes sobre el poblamiento de América. Postulaba algo fascinante: que hubo una oleada africana que atravesó Asia hasta el Estrecho de Bering, “aunque ya no se encuentra representada por ningún grupo en la actualidad”: una generación que no sobrevivió, y de la cual Luzía y algunos otros restos conservados en la colección Peter Lund eran los únicos vestigios.

En medio del escándalo que desató el hallazgo de Luzía —expertos forenses de la Universidad de Manchester reconstruyeron el rostro y arrojaron la imagen de “una joven africana”— las hipótesis sobre el poblamiento de América volvieron a ser discutidas, revisadas.

La pequeña Luzía, mientras tanto, fue a dar a una sala del Museo Nacional de Río, el más grande y antiguo de Brasil, entre otras 20 millones de piezas. Ahí la sorprendió un incendio anticipado por décadas de abandono, ausencia de presupuesto. La primera vez tardó 12 mil años en volver. Parece que ahora se ha ido para siempre, al lado de otros 20 millones de objetos de la memoria de la humanidad.

La pérdida es inconmensurable, como la que narra el papiro de Ipuur, como la destrucción de la biblioteca de Asurbanipal, como el fatal incendio de la Biblioteca de Alejandría.

Fatalmente, no aprendemos.

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