A partir de 1986, sucesivos gobiernos mexicanos le apostaron a que nuestra economía fuera globalmente competitiva merced a los bajos salarios.

Ello se instrumentó por la vía del control político de los trabajadores. Patrones, gobierno y cúpulas sindicales, sometieron a las clases trabajadoras a un sacrificio de la libertad sindical, y, por lo tanto, también del salario.

Nos jactamos de contar con bajos salarios como una (ilusoria) ventaja comparativa.

La prolongada política del castigo salarial, desde el mínimo hasta el manufacturero, trajo como consecuencia que hoy dos tercios del ‘pastel’ del ingreso nacional van al capital y únicamente un tercio al trabajo, aun cuando este último representa a la inmensa mayoría de la población.

Los países europeos industrializados que siguieron políticas de fortalecimiento del mercado interno alcanzaron la proporción inversa: dos tercios al trabajo, un tercio del ingreso nacional para el capital.

El rezago salarial provocó también la multiplicación de personas en el sector informal, hasta llegar, según algunas estimaciones, al 56 por ciento del total de la fuerza de trabajo. ¿Para qué partirme la espalda ocho horas en un empleo formal, si gano más de vendedor ambulante?

Hay tres fuerzas que deben ser tomadas en cuenta cuando deseamos entender qué pasa en el mercado laboral mexicano:

a) La globalización misma: la integración de las economías impulsada por la integración de cadenas globales de valor.

b) El cambio tecnológico y sus efectos en los mercados laborales.

c) La reducción de la participación del ingreso del trabajo en el Producto Interno Bruto (PIB).

Nos acostumbramos por mucho tiempo a decir que China hacía productos chafas y que sus trabajadores eran incluso más explotados que los mexicanos. A partir de 2012, los salarios manufactureros en China rebasaron a los niveles registrados en México. China está creando una clase trabajadora más próspera, que está saliendo de la pobreza rural y de los empleos de baja especialización. Ello ha sido resultado de incrementos salariales para reflejar tanto los aumentos en la productividad del trabajo, como la creciente diversidad de las combinaciones de la mano de obra con la tecnología.

Esta es la gran lección política y social que debemos aprender: la segmentación de nuestra sociedad de manera tal que la riqueza y el ingreso se concentran en un pequeño puñado de personas representa un riesgo a la convivencia entre nosotros.

México necesita un Estado que abandone la represión salarial. En los albores del T-MEC, los lamentos de que el proteccionismo estadounidense y canadiense nos privó de nuestra ventaja competitiva basada en los bajos salarios, tendrá que dar paso a emprender nuevas políticas de desarrollo de la fuerza de trabajo, incluyendo nuevas combinaciones de mano de obra con innovaciones tecnológicas. Estas herramientas serán mucho más eficaces para fines de inclusión y movilidad social ascendente que las meras transferencias de efectivo.

La 4T tiene ante sí la magnífica oportunidad de impulsar políticas públicas que generen los incentivos correctos, tanto en el salario mínimo como en el manufacturero. Sin embargo, también tendrá que cuidar que las políticas públicas en educación, salud y previsión social —en suma, estrategias de desarrollo de la fuerza de trabajo— no destruyan logros previos, sino que sienten las bases de avances duraderos y sustentables.

En el declive del viejo corporativismo, no cabe su sustitución por otro de color diferente. Por el contrario, los dirigentes políticos que sepan leer correctamente este nuevo escenario serán previsiblemente favorecidos con el voto de los trabajadores y la confianza de la sociedad.

Google News