Una tormenta en un vaso de agua se ha generado en torno a la elección del presidente de la mesa directiva de la Cámara.

Por un lado, el PAN hizo suya una vez más la narrativa del autoritarismo: “Morena quiere todo”, alegaron unos. “Porfirio Muñoz Ledo es el nuevo Porfirio Díaz”, gritaron otros. Hasta a las oficinas de la OEA llegaron a presentar otra de esas cartas en las que aseguran que en México se edifica un estado totalitario.

Del otro lado, un sector de la bancada morenista se empecinó innecesariamente en retener un puesto menos importante de lo que pareciera, como si la suerte de la Cuarta Transformación corriese peligro al quedar en manos de un cuadro opositor.

La realidad es que la influencia del presidente de la mesa en el proceso parlamentario es mínima. Asiste a ceremonias oficiales, se sienta junto al presidente en actos públicos, acude a recepciones y corta listones, pero su poder es más simbólico que real. Durante las sesiones básicamente lee un guión preparado por los de servicios parlamentarios. Es como un maestro de ceremonias que llama al orden. Si acaso el presidente de la cámara tiene alguna función importante, que eventualmente pueda comprometer seriamente la Cámara, es el poder de firmar documentos en su carácter de representante legal.

Dentro de la propia mesa directiva el presidente ni siquiera vota. La mesa es un órgano colegiado que opera bajo una regla de voto ponderado: cada grupo parlamentario tiene un número proporcional a sus integrantes. Allí, Morena tiene mayoría en cualquier caso.

El órgano de gobierno realmente importante es la Junta de Coordinación Política, también en manos de Morena, y es la instancia que propone al pleno la integración de las comisiones, la que decide el orden del día de las sesiones y hace los nombramientos más importantes, entre muchas otras muchas facultades.

La Ley Orgánica del Congreso, en su artículo 17.7, señala que, en el segundo y el tercer año de la legislatura, la presidencia recae en los dos grupos parlamentarios que no la hubieran ejercido antes, en orden decreciente de sus integrantes.

El año pasado la designación de Muñoz Ledo se aprobó por 496 votos a favor y tres en contra, gracias a que se generó un acuerdo para que durante los dos años siguientes hubiera una rotación en la presidencia.

Contrario a lo que se ha dicho, en ningún momento se puso en duda si se debía o no respetar la ley. Entre los diputados de Morena la principal diferencia estribó entre si respetar o no el acuerdo inicial, no la legislación vigente.

Un grupo de legisladores —donde Dolores Padierna jugó un papel importante— sugirieron al cuarto para las doce hacer una reforma a la ley orgánica que les permitiera acceder a la reelección. Según una versión, el grupo de asesores de Muñoz Ledo, preocupados por perder su trabajo, se enfrascaron en ese camino más que él mismo.

Mario Delgado, Tatiana Clouthier, Pablo Gómez y otros diputados se opusieron con argumentos sólidos. Gómez, en particular, expresó una postura impecable en un artículo publicado en Proceso, donde recordaba cómo la idea de rotar la presidencia de la mesa directiva fue producto de un acuerdo en 1997, propio de los nuevos tiempos democráticos. “Fue una respuesta a la cultura y práctica del agandalle” y tuvo que ver con “abrir las puertas del Congreso a un funcionamiento plural”.

En ese texto el legislador advierte también: “La 4T trae grabado el sello de la lucha contra el autoritarismo, la negación de derechos, la represión y la segregación política de críticos y opositores... Morena debe hacer un esfuerzo para no caer en métodos que sus dirigentes e integrantes combatieron siempre. La mayoría es la principal responsable del cumplimiento de los acuerdos porque éstos dependen de ella. Respetar lo acordado forma parte de la moral del poder”.

@HernanGomezB

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