Desde siempre, los sistemas carcelarios han aparecido como zonas de opacidad democrática y como espacios donde diaria y frecuentemente se vulnera la dignidad y la integridad de las personas. En este sentido, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, ya en el año 2011, a través de un diagnóstico sobre la situación de los centros penitenciarios en el país, señaló la gravedad de nuestra situación. Entonces se ponderaron variables como la capacidad para atender y prevenir hechos violentos, la circulación en las cárceles de sustancias ilegales, el ejercicio de la prostitución o la falta de gobernabilidad. Hoy, que se ha producido un motín –en el que han muerto 49 personas–, en el penal de Topo Chico, Nuevo León, de nuevo nos enfrentamos con esta realidad de los centros penitenciarios como espacios ingobernables, violentos y que se constituyen como agujeros de impunidad en relación con las violaciones a derechos humanos de todo tipo. Para no ir más lejos, en aquel 2011, la CNDH dio una calificación de 5.7 de 10 puntos posibles a esta cárcel, señalando como asignaturas pendientes el hacinamiento, el predominio de grupos de delincuencia organizada, insuficiencia en el personal de custodia, ausencia de sensibilidad en éste sobre la perspectiva de derechos humanos y seguridad humana, así como una evidente incapacidad de la autoridad estatal y al interior del centro para hacer valer el imperio de la ley. Era de esperarse, efectivamente, que en cualquier momento explotara la bomba de tiempo que era el penal de Topo Chico. No obstante, que este hecho haya sido fácilmente previsible, no significa que fuera inevitable.

Los espacios penitenciarios están pensados para promover la reinserción social de quienes han cometido un delito, con el objetivo de hacer que al tiempo que ellos y ellas cumplen su sentencia, se hagan de las habilidades laborales y de socialización que les permitan reintegrarse a la vida colectiva. Por supuesto, que el logro de este objetivo es muy difícil, pues las personas que delinquen –salvo casos patológicos– generalmente lo hacen obligadas por las circunstancias. La discriminación, la violencia intrafamiliar, el desgarro del tejido social en general, son elementos que condicionan las conductas criminales de las personas, que las obligan a buscar formas no legales de subsistencia cuando las legales se encuentran canceladas. Los países más pobres son los países con cárceles atestadas de personas que han robado para dar de comer a sus hijos, de quienes se han imbricado con las redes criminales para tratar de allegarse recursos materiales, también de quienes han tenido que corromperse porque de otra forma son excluidos de los espacios de productividad. Y a este contexto particular de cada persona debemos sumar el ambiente institucional que reproduce y potencia la desigualdad y las injusticias que dominan el mundo externo a los reclusorios. Aquí no hay gobernabilidad; no hay buenas prácticas ni el dominio del imperio de la ley. En su lugar se sitúa una dinámica de exclusión, violencia y discriminación que acaba minando la dignidad y la ciudadanía de quienes habitan los espacios carcelarios.

Lo que ocurrió en Topo Chico es un indicador muy grave acerca de la seguridad en este país. Nos muestra que no sólo no buscamos seriamente la readaptación social de quienes han cometido algún delito, sino que nos hemos acostumbrado a pensar que quienes están purgando una sentencia no tienen derechos y son ciudadanos y ciudadanas de segunda clase. Esto es una injusticia y una muestra de negligencia política. Topo Chico es un recordatorio acerca de lo mucho que nos falta para visualizar a nuestro sistema penitenciario como un espacio efectivamente de confinamiento, pero uno en donde no se suspende la vigencia de los derechos humanos. Y lo peor es que esta situación está latente en muchos centros penitenciarios del país. Así que entonces tendríamos que pensar qué tipo de penales queremos: si uno que reproduzcan la impunidad del mundo externo u otro que se convierta en un verdadero ámbito de legalidad y transparencia.

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