Ya le funcionó una vez, así que no debe sorprendernos que Donald Trump lo intente de nuevo: atemorizar a los votantes de las clases medias blancas, atizar odios y viejos resentimientos raciales o de clase, apostar por el terror como herramienta para llevar a sus partidarios a votar.

En 2016 sus temas recurrentes fueron la migración, el libre comercio y la enorme incertidumbre generada por un modelo económico que benefició desproporcionadamente a los más ricos pero ahondó la brecha que aleja a las clases medias de la prosperidad. Para millones de familias estadounidenses que veían cada vez más lejano el “Sueño Americano” y que por primera ocasión se topaban con la dura realidad de que a ellos no les iría mejor que a sus padres o abuelos, el mensaje de Trump era un bálsamo: la culpa no es tuya ni de la modernidad ni de la tecnología, la culpa es de los migrantes que te han robado tu empleo o de las empresas que se lo han llevado a otros países donde pagan sueldos más bajos gracias al demonio del libre comercio.

El discurso siempre enojado, siempre atacando u hostigando, siempre buscando culpables y soluciones simples a problemas complejos, era lo que buscaba un sector muy amplio de la población que estaba resentido con las élites y con los magros resultados que le habían dado a la “América tradicional”, es decir la blanca, religiosa, conservadora tanto en lo social como en lo económico. Nada más lejano y hostil para ellos que la sofisticación de las costas neoyorquinas o californianas, del auge tecnológico, de la globalización. Nada más ajeno a ellos que la integración étnica y socioeconómica, una amenaza a su identidad.

Una vez en la Casa Blanca Trump continuó por el mismo camino, solo que los resultados fueron menos deslumbrantes. Las realidades se impusieron y si bien la economía siguió creciendo, no se materializó la promesa de la prosperidad generalizada y del regreso a los viejos tiempos de gloria estadounidense aislacionista, segregada, de pintura de Norman Rockwell. Fue así como Trump perdió estrepitosamente las intermedias en 2018 y tuvo que lidiar a partir de ahí con una Cámara de Representantes abiertamente hostil en la figura de Nancy Pelosi.

El guion de Trump para el 2020 hubiera sido tal vez un poco menos áspero, un poco mas conciliatorio, pero se atravesaron primero el juicio político, que no prosperó, pero sí lo dejó tocado, y después la pandemia y su acompañante crisis económica. Fiel a su estilo, Trump optó desde un principio por las formulas xenofóbicas y autárticas que siempre ha favorecido, tanto en los hechos como en su retórica. El “virus chino” fue el villano de ocasión, hasta que se le apareció otro fenómeno inesperado, el de las masivas protestas contra la brutalidad y abusos policiales.

De nuevo Trump reaccionó como lo sabe hacer, de la única manera en que cree poder ganar: buscando atemorizar a las clases medias y medias altas con el fantasma de la insurrección racial, de la invasión de los suburbios, de la pérdida de la paz y tranquilidad.

¿Le funcionará otra vez la estrategia? Es demasiado pronto para decirlo, faltan siete semanas de campaña atípica, con una población abrumada por los temores e incertidumbre generados por la pandemia y atizados por su presidente.

Pero gane o pierda Trump el 3 de noviembre, los odios y resentimientos estarán ahí, sembrados y abonados, listos para brotar en un no muy lejano futuro. Y ese será su legado.

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