El peor negocio que puede hacer un país es provocar un problema que ya tiene resuelto. Si algo no generaba polémica en México, era el plazo constitucional del presidente. Nuestra nación ha conseguido un término administrativo, a mi juicio, razonable y políticamente conveniente. Otros países tienen cuatro años con reelección inmediata, que impiden al Ejecutivo tomarse en serio su primer mandato y dedicarse a hacer campaña, como lo hace Donald Trump a costa de México. Otros más, tienen quinquenios con opción a reelección que hacen periodos muy largos de gobierno. Los latinoamericanos se han especializado en alterar el término constitucional en beneficio de sus caudillos y lo han combinado con ejercicios como el que propone la mayoría en San Lázaro (vamos a ver qué dice el Senado). Un sexenio es un tiempo razonable para que el presidente despliegue un programa integral y pueda ver cómo los cambios que propone, maduran. Todos estamos de acuerdo, por ejemplo, en que no podemos pedir que la Guardia Nacional muestre resultados en un año, ni en dos, pero si en 4 o 5 no ha dado frutos, podremos tener ya un juicio más fundado.

La mayoría morenista, a petición de su jefe político, introduce un elemento perturbador y a mi parecer, inconveniente. Se insiste en que la revocación iría amarrada al principio de no reelección que juran y perjuran no se va a alterar. Si esto es cierto, la revocación estaría alterando el término constitucional por la vía de la amputación. Es decir, en vez de un sexenio, estarían proponiendo que tuviésemos un trienio en caso de que el presidente resultara reprobado en las urnas. Y en el supuesto de que fuese ratificado, no tendríamos más beneficios que cultivar la vanidad presidencial y, por supuesto, garantizar que el mandatario esté presente en las elecciones. Una forma de eludir el viejo tema de la izquierda que, como fuerza de oposición, criticaba que el presidente influyera en los procesos electorales (¡cállate chachalaca!).

En consecuencia, me parece un mecanismo desaconsejable, que introduce una discordia republicana sin proponer ninguna solución. Si López Obrador ganara la consulta revocatoria no pasaría nada. Pero si el día de mañana tuviéramos una grave crisis (espero no ocurra) que llevara al presidente a una súbita erosión de su popularidad, tendríamos un severo conflicto de legitimidad porque, para bien o para mal, fue electo para seis años en el cargo y lo razonable es que lo concluya sin interferencias artificiales.

Por otro lado, considero inapropiado tener al jefe del Estado en un permanente juego con las encuestas. AMLO ganó y cambió el estado de ánimo de la gente y eso es muy positivo, pero la popularidad no es un fin en sí misma; el primer mandatario debe asumir las funciones de estadista y tomar decisiones que no solo beneficien a los votantes actuales, sino que lleguen a generaciones futuras. Por supuesto que es más popular repartir dinero público aquí y ahora, que explicar que no te puedes endeudar a cargo de las futuras generaciones, como durante años lo hicieron los gobiernos del desarrollo estabilizador en su último tramo y llevaron al país al ajuste más amargo que ha tenido en su historia. Fiesta hoy y pobreza mañana. Los estadistas saben que eso no lo deben hacer, aunque tengan todos los incentivos para llevarlo a cabo.

Pero voy un punto más adelante. Si la mayoría morenista realmente considera que es tan buena la figura de la revocación y no solo un ejercicio laudatorio del presidente, la podrían incluir en la legislación a partir de la próxima administración, de tal manera que cuando los mexicanos elijamos a un futuro presidente, sepamos que puede durar seis o tres años en el cargo y no este chipote constitucional que podría meternos en un grave problema.

Finalmente creo que si hemos conseguido tener un gobierno estable que toma decisiones pensando en la viabilidad del país a largo plazo, es una pésima idea abrir la posibilidad de que un líder político de oposición (¿Alfaro? ¿Corral?) aproveche la avenida, que torpemente le da la mayoría, para empezar a hacer política contra el presidente. Solamente imaginar que ese líder pueda tener un éxito relativo los debería hacer recular, pues el incentivo es envenenar la vida pública y ahuyentar la posibilidad de generar acuerdos de Estado. Si aprueban ese mecanismo, a partir de su promulgación, toda la política será apoyar o atacar al presidente y eso (aunque ahora les divierte porque tenemos todavía el síndrome de las campañas) es una fatal idea para una nación que vive una crisis de violencia como la que tenemos, con un Trump que sigue usando el antimexicanismo como recurso político, al tiempo que pugnamos por ganar inversiones que nuestro propio socio intenta quitarnos.

A mi juicio, las instituciones deben fomentar la cooperación y no someternos a una campaña permanente y, por ello, me parece que introducir la revocación del mandato nos va a llevar a un mundo dicotómico y profundamente irritante. Finalmente, cuando se habla de revocación del mandato, no se sabe bien si lo que nos están preguntando es si el presidente está haciendo bien las cosas o debe permanecer en su encargo. No sé qué opinaré del gobierno en dos años, pero, de entrada, considero que el presidente debe concluir su sexenio.

Analista político. @leonardocurzio

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