¿Puede sobrevivir una república a cualquier decisión tomada por la regla de la mayoría? No. No puede. La respuesta que nos da la historia es contundente: las repúblicas (que han de ser cosa de todos, como reclama su etimología) pueden desaparecer, incluso con el aval de la mayor parte de sus habitantes. La amenaza de esa destrucción puede venir de fuera, es cierto, pero las causas principales surgen de las entrañas del régimen político.

Me pregunto si ese proceso autodestructivo no ha comenzado ya en nuestro país. Observo varios hechos que respaldan esta tesis: en México es imposible hacer valer la ley de manera igual para todas las personas. De lejos, el mayor defecto de nuestro sistema jurídico no está en su diseño —aunque también esté ahí—, sino en su sesgo discriminatorio. Todos sabemos que la justicia mexicana no es ciega, sino codiciosa. Para hacerla valer, hay que negarla: tener dinero, tener poder político o tener influencias. Quien carece de esos atributos, ha de enfrentarse a un muro de desigualdad. ¿Es esto un rasgo propio de una república digna de ese nombre?

El acceso a los puestos de representación o de gobierno —en cualquiera de los poderes públicos y en cualquiera de los niveles administrativos— no pasa por el mérito, sino por las relaciones. Alguien podrá decirme, como me sucede con frecuencia, que también se necesitan méritos para ocupar altos cargos en la administración pública. Concedo. Pero la condición de acceso no son la prueba de los conocimientos, las habilidades y las aptitudes, sino las relaciones públicas. En el mejor de los casos, los méritos vienen después. ¿Cómo puede decirse que la república es cosa de todos si la razón fundamental para llegar y ascender en el manejo de los asuntos públicos es la pertenencia y la amistad con los grupos que controlan las llaves del poder?

¿Es republicano un régimen donde la fuerza de los partidos se define por sus habilidades clientelares y no por su capacidad de comprometerse con un ideario claro y coherente con sus actos? ¿Uno donde los partidos pueden pasar por alto los valores fundamentales de la honestidad, el esfuerzo y el laicismo, en busca de votos ganados como sea? Líderes corruptos, personajes populares sin ninguna experiencia en el gobierno, legisladores que han abusado de su autoridad y dirigentes de credos religiosos se pasean por esas listas ofendiendo el espíritu republicano y anunciando ya, desde su conformación, lo que vendrá después.

Me ofende que López Obrador convoque a convertir la moral cristiana en una política de Estado, contradiciendo abiertamente la laicidad republicana. Pero me angustia carecer de argumentos definitivos para oponer esa conducta a las que están empleando las otras coaliciones. No admito el facilismo de la opción electoral: “si no te gusta éste, vota por el otro”. Reclamo, en cambio, la reivindicación inmediata e inequívoca de los principios básicos que han venido pisoteando: la más absoluta transparencia ideológica y política, la laicidad indiscutible, la asignación de tareas públicas por méritos, la responsabilidad por los resultados entregados, la renovación y la vigilancia total de la justicia, la eliminación definitiva de las castas y la austeridad de la política en todas sus aristas.

Puestos capturados, presupuestos amañados, instituciones sometidas, justicia comprada y democracia humillada por la compra y la negociación de mayorías. He aquí el diagnóstico de lo que va quedando de la república mexicana en los albores de la elección del mes de julio. Enfatizo, pero no exagero: la incongruencia y la ambición están amenazando la viabilidad de México y están comprometiendo su presente. La batalla electoral que viene está haciendo aflorar la más profunda y lastimosa realidad del régimen: un puñado de pandillas disputándose el botín.

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