La buena política es una actividad dura y complicada. Puede abrir posibilidades, construir futuro, desplegar acciones en favor de los más, intentar, por ejemplo, elevar el nivel de la educación o la cobertura y calidad de la salud, impulsar el crecimiento económico, la equidad social y súmele usted. Pero es un oficio que se despliega en medio de persistentes limitaciones de todo tipo: presupuestales, normativas, institucionales, políticas, las derivadas del contexto internacional y sígale sumando. Por ello, en política querer no es poder.

Hay, sin embargo, una “variable” que depende cien por ciento del actor político: sus dichos. La palabra, que nunca es anodina, en política tiene un peso fundamental. Enumero lo obvio: puede ayudar a comprender, a ofrecer un horizonte, sirve para analizar los diversos problemas, enumerar eventuales soluciones, informar, curar, unir, o, por el contrario, puede convertirse en una cortina de humo, ser una catapulta para agredir, dividir, nublar el futuro, evadir los retos, desinformar. Es el primer instrumento de la política, el que todo actor puede ejercer sin limitaciones externas. Y nunca es trivial.

El primer y más notorio cambio entre Trump y Biden es ese. Mientras el primero era una máquina insaciable de mentiras, agresiones, tonterías, que despreciaba los conocimientos científicos y explotaba los prejuicios racistas, misóginos, xenófobos; Biden arranca con un discurso educado, conocedor, pedagógico. Se abstiene de utilizar recursos descalificadores de los otros, valora las instituciones que soportan la democracia, la civilidad que debe presidir a la política, y sin negar las diferencias que cruzan al país, llama a una unidad en lo básico.

En nuestro caso, escuchar al presidente es entrar en una dimensión plagada de simplezas, ocurrencias y mentiras. El mundo se divide en dos: conmigo o contra mí. Jamás una explicación compleja como, por ejemplo, la que demanda a gritos la crisis combinada de salud y económica, con su recio impacto social. Todo es claro, aunque no lo sea y el voluntarismo está por encima del conocimiento, las necesidades logísticas, las trabas.

No falta quien afirma que se trata de una afilada capacidad para conectar con el “pueblo”. Si es así, es que se tiene en un muy bajo concepto al famoso “pueblo” o que sabiendo que existe un muy precario nivel de comprensión de los difíciles problemas que afronta al país y un cúmulo de vigorosos prejuicios, opta por explotar esas dos realidades en su favor. Puede ser.

Sin embargo, creo que no es así, o, no solo así. Lo que dice todos los días el presidente es la forma en que piensa e imagina la realidad. No simplifica, él es elemental. No evade artificialmente la complejidad, filtra la realidad en un esquema maniqueo de buenos contra malos. No finge su malestar contra las personas, partidos, agrupaciones, instituciones o medios que critican sus políticas, cree, en efecto, que son malignos, porque su mundo es binario, sin espacio, siquiera mental, para la diversidad. Dado que él es la encarnación del Bien todo le está permitido y las normas, instituciones y los otros no son sino molestos estorbos. Su mapa mental —como diría Lechner— es incapaz de captar la complejidad porque es rígido e impenetrable.

Hay que escucharlo con atención. Porque lo que dice no es un recurso solo manipulador. Se trata de sus convicciones profundas. Una realidad compleja y abigarrada leída por un simple.

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