Todos los países tienen, de vez en cuando, una oportunidad de cambiar. Hay momentos en los que las estrellas se alinean para las grandes transformaciones. Pero las oportunidades no se materializan solas. Hace falta un proyecto transformador y un liderazgo que aproveche ese tiempo vertiginoso. Acemoglu y Robinson explican que esas ventanas de oportunidad pueden desencadenar un círculo virtuoso para crear instituciones incluyentes y establecer reglas que armonicen las prioridades económica e institucional. Hay países que han aprovechado cabalmente su “instant charmant” y han dado el gran salto. Mejoran sus sistemas de salud y educativo, garantizan el imperio de la ley, modernizan su infraestructura y por supuesto, suben el ingreso per cápita de sus habitantes: Singapur, Corea, Irlanda, Uruguay, Nueva Zelanda. Hay otros que, una y otra vez pierden la ocasión; tal vez el más frustrante sea el de Argentina que lo tiene todo para triunfar y sin embargo, cómo lo ha escrito Adolfo Domínguez (“Juan Griego”) las malas ideas enquistadas en el corazón de sus élites han impedido ese salto.

México ha tenido menos resquicios para grandes cambios. Hace pocos días recordábamos lo que significó el cardenismo. Ha habido otros, como el 2000 que terminó en decepción. Pero el siglo XXI parece generoso con nosotros en materia de oportunidades y en el 2018, con el cambio de estado de ánimo de la gente se abría otra oportunidad.

Con dos años de administración a cuestas, el gobierno amado por el pueblo, parece no percatarse de la ventana cósmica que se le abrió. Pasa más tiempo en justificar por qué no han ocurrido las cosas y en revivir rencillas, que en edificar las bases del nuevo país. El Presidente se regocija en ventilar agravios y en provocarlos; parece más interesado en lo que ocurrió en el 2006 o en lo que hacían sus enemigos proponiendo una candidatura que nunca despegó a Carlos Slim. Se la hayan propuesto o no, Slim no fue candidato y él es el Presidente. Avinagrarte por lo que pudo haber ocurrido y no fue o por lo que fue y no puedes cambiar, es parte de la condición humana, pero hoy la transformación del país depende de López Obrador y cumplir con la agenda del 2030 le debería obsesionar.

Los agravios, como ha dicho Luis Miguel González, nunca son tan interesantes como para contarlos dos años seguidos desde Palacio Nacional sin generar sopor. Mientras tanto se nos va el tiempo y con él la posibilidad de moldear instituciones más incluyentes. El tiempo diluye todo hechizo de poder, achata cualquier liderazgo carismático. La legitimidad cumple la función de dar tiempo (lo más valioso) a los que mandan para que las cosas mejoren. La política es ahora el opio del pueblo, lo adormece y reduce el sufrimiento, pero los efectos del opio reducen dolores solo temporalmente, no curan. López Obrador está sujeto a la erosión y, por tanto, cada día que pasa es un día perdido para hacer algo mejor por el país. Cuando vemos decisiones como disolver estructuras (que defendieron científicos, cineastas y creadores) contra toda racionalidad y con una voluntad de estigmatizar sin ninguna puntería, presiento que en vez de construir instituciones incluyentes lo que está ocurriendo es el fenómeno Morena: pelearse todos contra todos. Nada bueno presagia el fomentar la confrontación. A estas alturas del sexenio deberíamos estar pensando en la unidad nacional para la recuperación y no en estigmatizar empresas porque trabajaron en proyectos de innovación con el Conacyt. No estamos sobrados de inversiones para perder las que ya se tienen y debilitar la cooperación público-privada me parece mala idea. Los momentos de cambio son, por definición, breves y si los empleamos para ajustar cuentas y desahogar agravios, la vida se nos va y tendremos el México de siempre. Tic tac.

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