Allí estuvo el Teatro Margo, donde debutó Dámaso Pérez Prado —“estuvo por lo menos un año sin una butaca vacía”— y en donde Adalberto Martínez, Resortes, nacionalizó el mambo. En ese sitio Tongolele hipnotizaba y, según escribe Carlos Monsiváis, “se desplazaba con frenesí estatuario, sola y acompañada por sus deseos y los de todos”.

Una antigua bailarina de las carpas de la ciudad, la genial Margo Su, había inaugurado el Teatro Margo con diez mil pesos que se sacó en la lotería en 1948.

Más que un teatro era una carpa, pero Monsiváis recordaba que Pérez Prado inauguró allí mambos que se volvieron himnos, y que a la noche siguiente todo México bailaba, cantaba, y cuya letra intentaba traducir: “Yo soy el icuiricui…”

Al éxito instantáneo del Margo colaboraron Su Muy Key “la muñequita china” asesinada en 1951, Luis Aguilar, Evita Muñoz, Los Diamantes, Los Tres Ases y una “tímida jovencita recién llegada de Guadalajara” a quien, por lo sinuoso de sus formas, se le conoció como “la Sirena Mexicana”: María Victoria.

Agustín Lara pedía una alfombra roja desde su auto hasta el camerino, donde debía esperarlo una botella de champaña. La antigua Plaza Villamil, sede del Margo, era noche a noche un hervidero de gente, de vendedores, de puestos de dulces y de fritangas, de señoras que vendían rosas y de muchachos que se ofrecían a cuidar el auto.

Ya es imposible imaginarnos ese México: a unos pasos el célebre Salón México, enfrente el cine Mariscala, más allá los resplandores sagrados del Palacio de Bellas Artes —y del otro, los otros fulgores luciferinos del Tenampa y de la Plaza Garibaldi.

El Margo fue demolido por presiones del “regente de hierro”, Ernesto P. Uruchutu, sobre quien las señoras de la Liga de la Decencia ejercían una poderosa influencia, y al que escandalizaban la noche, la borrachera, la luz neón de los hoteles y cualquier movimiento de cintura que pudiera interpretarse como una incitación al llamado de la carne.

En agosto de 1960, Margo Su y su marido, Félix Cervantes, abrieron en la misma plaza el Teatro Blanquita —llamado así en honor de su primogénita.

En la Plazuela de Villamil había tenido su palacio una de las familias más acaudaladas de la época virreinal, la de don Antonio del Villar-Villamil, emparentado con los opulentos marqueses de Guadalupe. La Casa Villamil sobrevivió hasta 1800, en que el sacerdote Manuel Bolea decidió comprarla para abrir el llamado Colegio de las Bonitas: una institución destinada a sacar de la calle a las niñas indígenas y mestizas más favorecidas físicamente, a fin de apartarlas de la deshonra y la prostitución.

En esa misma plaza se abrió, hacia 1881, el afamado Circo Orrin, en donde el clown inglés Ricardo Bell se convirtió en uno de los ídolos de México: “más popular que el pulque”, según lo consideró el poeta Juan de Dios Peza. El circo, instalado al centro de la Plazuela de Villamil, fue el primero que tuvo luz eléctrica: era tan grande que podía albergar 2,200 personas. Uno de sus espectáculos más célebres consistía en transformar el centro de la pista en un lago iluminado por una luna artificial.

El circo se fue de la plazuela en 1906. Seis años más tarde Francisco I. Maderocolocó ahí la primera piedra de un monumento dedicado a Aquiles Serdán. Esa fue la plaza en la que el Blanquita brilló durante más de treinta años. Imagine usted esta cartelera: Libertad Lamarque, Javier Solís, Julio Jaramillo y Los Panchos.

Toda esa zona murió con el Blanquita. La plaza del acaudalado marqués de Villamil terminó convertida en refugio de indigentes, inundada permanentemente por un olor a thíner, orines y excremento. Hoy es solo una zona muerta, un hoyo negro, un agujero oscuro de la ciudad, cercado por mallas de alambre.
Los edificios de enfrente están completamente en ruinas, con los techos caídos y los vidrios rotos. La mayor parte están abandonados.

Desde las vecindades y estacionamientos próximos opera el robo, el narcomenudeo, incluso el sicariato.
De los alrededores de esa plaza muerta eran los niños mazahuas descuartizados en una vecindad de la calle Cuba. De los mismos alrededores son los adolescentes cooptados por la Unión y sus sicarios.

Escuché la historia de una vendedora de dulces que, tras el cierre definitivo del Blanquita, a mediados de los 90, pasó a vender drogas en Garibaldi.

Su hijo era el joven apodado La Rata, a quien ejecutaron hace poco en Santa Veracruz y dirigía —ya— la venta de droga y la extorsión en el mercado 2 de abril y sus alrededores.

Pasé ayer al caer la noche por esa plaza muerta: por el Blanquita muerto y por los edificios muertos que lo circundan. Ahí está el círculo vicioso de “los cristales rotos”: donde nadie quiere pasar es donde han ocurrido las peores cosas en los últimos meses.

La ciudad se fue del Blanquita y ahora esa zona no pertenece a nadie, más que al crimen y a los delincuentes.

No pasará nada, no cambiará absolutamente nada, en tanto no se emprenda la revitalización, el rescate de esos edificios, de esa plaza y de esas calles.

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