No hubo sorpresas en la forma como el Presidente trató el tema de las mujeres. Salgado será candidato. He leído columnas que lamentan su falta de receptividad a esa agenda. ¿En dónde encontraron algún indicio de que era empático con esos temas? El mandatario tiene una formación política que cuajó en los años 80. Su lengua materna es el nacionalismo revolucionario, no la democracia del siglo XXI. Sigue convencido de que el país se desvió entonces del correcto camino. Su andamiaje conceptual y teórico tiene que ver con ese referente. La defensa de las paraestatales, los equilibrios macroeconómicos, “Sembrando vida”, todo recuerda a la galaxia ideológica de la que el Presidente es tributario. No es en modo alguno irrespetuoso —como lo demostramos Aníbal Gutiérrez y un servidor en el libro El Presidente (Grijalbo 2020)— decir que completó su formación y a partir de ese momento dejó de leer novedades. Entró en una carrera política exitosa y aprendió que en política no se piensa, se afirma; fortificó su tenacidad al enfrentar a un régimen avasallador y sin escrúpulos. Se acostumbró a que en aquella selva de inequidad no se podía perder un debate, por tanto, había que esgrimir 4 o 5 ideas que funcionaran en todas las circunstancias. Cuando se tiene la razón histórica se le deben ganar todos los debates al adversario. Él lo hizo de manera brillante.

Al jefe del Ejecutivo le son, por lo tanto, ajenos los debates de los años 90 en adelante. No es gratuito que hable de los conservadores con el mismo asco con el que se hablaba en los 80 “de la derecha” para legitimar incluso el fraude patriótico. Eran el anti México, los traidores irredentos. Se usó, hasta la náusea, la figura de Miramón y Mejía; se desgastó el latiguillo de los polkos, incluso se denostaba (entonces) con el término cristero. Ahora que el Presidente pronuncia sus salmos, son muchos más cautos en meterse con la religión. El resto es lo mismo; el valor del pluralismo (concebir la variedad como riqueza) es sáncrito para él. Los derechos humanos le resultan ajenos. El derecho a la información y su garantía le son repelentes. La sociedad civil, artífice del colapso del comunismo, le parece una combinación de intereses empresariales y grandes dosis de impostura. Él habla del pueblo. Refleja muy bien aquel universo ideológico. El medio ambiente y las mujeres los ve con condescendencia, reconociéndolos, pero no como prioridad. Por eso muestra impaciencia. Habla del humanismo como principio englobador con la fuerza omnidireccional que se usaba el marxismo.

Dos elementos, sin embargo, se están saliendo de su control. El primero es una sociedad civil global que mueve a los más jóvenes a ser cada vez más irreverentes con los éxitos de los abuelos. En España, los indignados decidieron devaluar, hasta extremos incomprensibles, el consenso constitucional del 76. Barbados, con coletas y con un estilo cada vez más arrogante, ocuparon su espacio para romper la imagen de la España exitosa. Lo mismo ocurrió en Chile: los más jóvenes pusieron en tela de juicio el éxito de la generación anterior. Da un poco de penita que la izquierda mexicana, hoy gobierno, celebrara la indignación española y la creación de Podemos y por supuesto la crisis del modelo neoliberal chileno, y ahora se vea descolocada con la indignación vernácula. Pero lo que más desconcierta al mandatario es haber perdido la plaza. Él, que había sido el amo del Zócalo, lo tuvo que fortificar porque pasó de ser el lugar para organizar sus mítines y las kermés de la Pacha mama a ser un espacio de indignación contra el gobierno. El Zócalo, en esencia, no ha cambiado, es su circunstancia al empeñarse en no oir. El atleta de la protesta social hoy la sintió en su residencia. Así son las democracias: quieren resultados. Se indignan. Algún día Antonio Villaraigosa me dijo: los populistas pierden cuando una causa diferente a la suya gana las calles. El Zócalo hoy tiene cara de mujer.

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