Dice la Constitución que el presidente tiene que enviar un Plan Nacional de Desarrollo al Congreso. Y el presidente cumplió: al cuarto para las doce, pero cumplió. El lunes 30 de abril, a minutos de vencerse el plazo legal, llegó a la Cámara de Diputados algo titulado Plan Nacional de Desarrollo.

Pero ese algo eran dos cosas. Primero, una suerte de manifiesto político de 65 páginas, sin marco lógico aparente, con títulos de secciones tomados de los grandes éxitos de las mañaneras, del género “El mercado no sustituye al Estado” y “No al gobierno rico con pueblo pobre”. Segundo, un documento con formato tradicional, de más de 200 páginas, con objetivos, estrategias, metas e indicadores.

Para confusión del respetable, los dos tenían como título Plan Nacional de Desarrollo e iban pegados, aunque con tipografía diferente. Luego los despegaron y resultó que el primero era el bueno y el segundo era anexo, aunque no apareciese en el índice del primero y no fuese nombrado como anexo en el título. Y es que el segundo, según parece, fue elaborado en la Secretaría de Hacienda, a la manera canónica. Pero cuando se le llevó al presidente para el visto bueno, los hacendarios se toparon con la noticia de que el presidente ya había hecho el suyo y no se parecía al de ellos. Y como donde manda capitán no gobierna marinero, no hubo más remedio que pegar el segundo al primero y hacerle al cuento del anexo. Nada de esto sería importante si hubiese congruencia entre el texto presidencial y el documento hacendario. Pero resulta que no, al menos en los temas que competen a esta columna.

En el primero, en el bueno, el que dicen que es el plan, pusieron una versión resumida de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, aprobada recientemente por el Senado. Pero en esa estrategia, los objetivos son conceptos generales y se mezclan con las estrategias, que no son llamadas estrategias, salvo las que se describen como estrategias específicas y que no están conectadas con los objetivos, y no hay ni medio indicador para el medir el avance del plan. Es más, en toda la sección de ocho páginas, no hay más que tres números: 140 mil elementos de la Guardia Nacional (según prometen), 266 regiones y 32 entidades federativas.

En el segundo, el que no es plan sino anexo, los temas de seguridad se ubican en el eje general “Justicia y Estado de Derecho”, específicamente en el objetivo 1.4: “Construir la paz y la seguridad con respeto a los derechos humanos” y en el objetivo 1.5: “Preservar la seguridad nacional”. Aquí sí hay números, pero lo que no hay es conexión alguna con las estrategias del plan que sí es plan. No se menciona el término “Guardia Nacional” ni hay referencia a las coordinaciones territoriales. No dice nada sobre política de drogas o modelo nacional de policía. Hay algo sobre políticas de prevención, derechos humanos y sistema penitenciario, pero esos son los únicos puntos de traslape.

Pero lo peor viene al contrastar las metas. En el plan que sí es el plan, se afirma en la sección final que para 2024, “los índices delictivos —de homicidios dolosos, secuestros, robo de vehículos, robo a casa habitación, asalto en las calles y en el transporte público y otros— se habrán reducido en 50% en comparación con los de 2018”. En cambio, en el plan que no es el plan, las metas son bastante más modestas: allí se plantea reducir el número de delitos por 100 mil habitantes (medidos en encuestas de victimización) en 15.6% para 2024.

¿Entonces a quién le creemos? ¿Al plan o al anexo? ¿A la tetratransformación o al incrementalismo? ¿Al doctor Jekyll o al señor Hyde? No tengo la menor idea.

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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