Este domingo murió el indescifrable Charles Manson, la sombra siniestra que llenó de pesadillas a la humanidad durante prácticamente medio siglo.

Alguna vez se le consideró “el hombre vivo más peligroso”. Su juicio fue el más largo de cuantos se habían sostenido por asesinato en Estados Unidos: duró 9 meses y medio. La transcripción de su proceso alcanzó también una cifra récord: 8 millones de palabras.

El jurado del caso permaneció incomunicado en un hotel durante 225 días —más que ningún otro—, mientras el fiscal recibía diariamente anónimos y amenazas de muerte.

Manson fue único entre los asesinos de masas. Aunque su historia es semejante a la de todos. No conoció a su padre —“un matón de pacotilla”—, y su madre, que era incapaz de recordar la fecha exacta en que lo había dado a luz, lo abandonó por temporadas desde que él cumplió seis años.

Pasó la niñez y la adolescencia en hogares para niños y reformatorios. A los 21 años cayó en prisión por robo. Medía 1.57. Durante el lustro que pasó en Terminal Island, adquirió la habilidad de estar de acuerdo con todo el mundo por estrictas razones de sobrevivencia. Aprendió a conocer lo que la gente quería y a dárselo de inmediato.

“Charles Manson cambia de segundo a segundo. Puede ser cualquier persona que quiera. Puede ponerse la máscara que quiera”, declaró más tarde una integrante de la secta conocida como La Familia.

En 1958 fue puesto en libertad, pero resbaló al poco tiempo. La nueva condena fue de casi diez años.

El 21 de marzo de 1967 salió de prisión con una guitarra en la mano. Estaban encima el movimiento hippie, el LSD y el Verano del Amor. The Mammas & The Papas le daban vuelo a la canción que iba convertirse en icono cultural de aquellos días: San Francisco (Be Sure to Wear Flowers in Your Hair).

Manson relató años después: “Jovencitas encantadoras corrían por todas partes, sin ropa, pidiendo amor. La hierba y las drogas alucinógenas se conseguían fácilmente en la calle. Era un mundo completamente diferente al que yo había conocido… No lo dejé escapar, me agarré a él y a la generación que lo disfrutaba”.

En la cárcel había leído el Nuevo Testamento y recibido la influencia de Cienciología que preconizaba Ron Hubbard: era preciso que una persona liberara sus “engrams”, experiencias dolorosas grabadas en las células, para alcanzar la pureza.

Recorrió California como si fuera un coyote (así se describió). Advirtió que a la gente le gustaban sus canciones (“me sonreían y me abrazaban”) y soñó con convertirse en estrella de rock.

Fue construyendo su propia comuna, una “Familia” que vivía en ranchos y en cuevas, y tenía yerba y LSD.

Dicen que Manson podía ser todo lo que otra persona quisiera que fuera. Se alimentaba de los miedos y los deseos. De ese modo dominó a sus seguidores. Les inculcaba ideas sacadas del Apocalipsis, les hacía creer que estaba destinado a convertirse en el nuevo líder mundial, solo había que eliminar a una parte de la humanidad, hacer que los negros se alzaran contra los blancos, que los pobres degollaran a los cerdos (los ricos, los políticos).

En medio de ese delirio creyó que Los Beatles habían dejado mensajes para él en el Álbum Blanco. La señal de arranque estaba en la vertiginosa canción Helter Skelter.

Esas fueron las noches en que Hollywood se estremeció con una trilogía de asesinatos (el de la actriz Sharon Tate entre ellos) cometidos con saña inaudita: crímenes en los que la sangre de las víctimas era empleada para escribir en las paredes palabras como “caos”, “sublevación” y “cerdos” (“Piggies” es la canción número 12 del Álbum Blanco).

La policía no pudo establecer el móvil. En las paredes había un tema, sin embargo. Cosas relacionadas con el Álbum Blanco.

La solución la dio una seguidora de Manson, presa por otro delito, que le confió a su compañera de su celda lo que sabía. Que “El Ángel Exterminador” se había apoderado de las mentes de sus seguidores y les hacía matar por él. Manson solo supervisaba los crímenes.

“Los que van por ustedes con esos cuchillos son sus hijos. Yo no les enseñé. Yo solo soy su espejo”, decía.

La mirada que brilló en la oscuridad de Norteamérica durante medio siglo se apagó el domingo pasado. No hay explicación de lo que ocurrió, pero los asesinatos de masas son cada vez más frecuentes.

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