El gobierno —o desgobierno— de López Obrador ha generado en diversos sectores emociones negativas: molestia, desconcierto, enojo y zozobra, entre otras. Otras voces han manifestado sorpresa por la pobre o nula reacción de los sectores afectados. Acostumbrados a las formas democráticas, los inconformes recurren a pensar en modelos tradicionales como la oposición a través de los partidos políticos, las organizaciones sociales o las manifestaciones públicas.

Después de darle vueltas a este tema —acompañado de algunas lecturas ociosas—, he llegado a la conclusión de que lo que realmente llevó a López Obrador a la presidencia fue una narrativa que encontró eco en un contexto de injusticia y desigualdad. Su principal problema, evidente después de seis meses de gobierno, es que en su morral no parece traer algo más que su exitosa narrativa. Una vez que se agote su narrativa, su poder empezará a languidecer. ¿por qué?

Todo cambio, para ser posible, requiere de una poderosa narrativa que lo impulse y lo sostenga. La narrativa se sostiene a partir de historias que ilustran situaciones —o interpretaciones— de la vida real. Las historias de opresión, explotación, mal trato y abuso, han sido columna vertebral de los discursos revolucionarios. Cuando las narrativas se acompañan de mitos y dogmas se vuelven mucho más poderosas. El imperialismo estadounidense fue durante décadas el eje de la narrativa de Fidel Castro, línea discursiva que después adoptaron Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Y qué decir de las innumerables guerras contra los infieles a través de la historia.

Los que saben del tema precisan que las historias que conforman las narrativas, para ser efectivas, no necesariamente deben corresponder a la verdad y ahí es en donde las habilidades de manipulación de los políticos pueden hacer estragos. La clave está precisamente en el arte de dar soluciones simplistas a problemas complejos.

El eje de la narrativa de López Obrador fue la corrupción de los anteriores gobiernos. Asunto real y creíble para la mayoría. Después incorporó el neoliberalismo —entre más abstracto e indemostrable, mejor— como el culpable de la pobreza y la desigualdad en México. Ya en la presidencia ha ido incorporando en su discurso una lista interminable de enemigos del pueblo: empresarios abusivos, funcionarios despilfarradores, científicos comodines, intelectuales cínicos, ONGs moralmente cuestionables, etc. Y así comenzó a perder adeptos y simpatizantes, incluso entre muchos que habían votado por él.

La otra dimensión del cambio, después de llegar al poder, son las percepciones de resultados: 68 % de la población considera que la corrupción no ha cambiado (el presidente insiste en que ya no existe); 80 % considera que la inseguridad no ha mejorado (el presidente tiene sus propias cifras); las cifras oficiales señalan que el empleo, la inversión y el consumo han bajado (la economía va “requeté bien” dice el presidente).

Dicen los expertos que entre más contrasta la realidad con la narrativa, la narrativa se va desgastando. Pero dicen también que esto no es suficiente para provocar un nuevo cambio. Cambiar el rumbo requiere de una nueva narrativa, suficientemente poderosa para que la anterior quede obsoleta.

Desde el punto de vista analítico, podríamos asumir que existe suficiente evidencia para probar que la narrativa presidencial en poco corresponde a la evolución de la realidad, peor aún, que las acciones de gobierno con frecuencia contradicen su propia narrativa. Demostrarlo no requiere mayores talentos. Lo que ciertamente requiere talento es inventar la nueva narrativa, ese es el gran reto de todos los mexicanos que, inconformes con al actual gobierno, gustosos optarían por un cambio de rumbo.

Consultor en temas de seguridad y política exterior. lherrera@coppan.com

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