Hace tiempo que Antonio Elorza y Fernando Reinares venían diagnosticando y dibujando el perfil-tipo del terrorista “islamista”. Las biografías de los jóvenes que perpetraron los atentados en Cataluña les dan la razón; hijos de inmigrados, o llegados a Europa a una tierna edad, ni son tan mal integrados, ni son enfermos mentales; algunos, ciertamente, han cometido pequeños delitos antes de radicalizarse en la cárcel, extraño convento propicio a la “conversión”, pero muchos son adolescentes tranquilos y buenos alumnos. Su edad —son adolescentes o recién salidos de la adolescencia— subraya la dimensión generacional de la radicalización y llama la atención la super-presencia de las fratrias: hermanos, primos hermanos o segundos forman el equipo que se prepara a actuar.

Por cierto, en presencia del fenómeno terrorista en otras épocas, próximas o lejanas —pongamos, los terroristas rusos (“nihilistas”) o los anarquistas franceses y europeos del siglo XIX, los terroristas irlandeses de los siglos XIX y XX, sionistas del Irgun y del Grupo Stern, palestinos del siglo XX, sin olvidar a los terroristas vascos de ETA— a nadie se le ha ocurrido hacer un estudio sociológico de los actores, preguntarse si estaban integrados, bien o mal, a la sociedad. Posiblemente porque los motivos políticos, el programa político eran obvios.

Los jóvenes terroristas que pegan en Europa actualmente no se refieren nunca a la historia. Osama Bin Laden invocaba al-Ándalus y su necesaria reconquista; los jóvenes catalanes “islamistas” no; tampoco mencionaban el colonialismo francés en el Marruecos de sus padres o abuelos; tampoco la injusticia sufrida por los palestinos. La historia no existe para ellos, ni la política. Su única referencia es la religión, y su religión es una talacha, como la de los conversos y salafistas, alejada de toda transmisión por los padres o la comunidad. Muchos tienen una ignorancia supina del Islam que invocan y su religión, desculturada por la mundialización y la secularización, se caracteriza por una violencia (¿nihilista?, ¿milenarista?) que recuerda la de ciertas sectas milenaristas suicidas. La muerte para los supuestos enemigos, o la muerte para mí, o para todos, de una vez.

No es la primera vez en la historia que surgen los que podemos llamar cruzados del Apocalipsis, la novedad es que Al Qaeda, Boko Haram, el Califato engendraron una movilización internacional de jóvenes yihadistas: “¡Yihad o Muerte!”, podría ser su grito de guerra. Espantan en Europa y Estados Unidos unos atentados espectaculares que, finalmente, cobran pocas vidas.

Siempre ha funcionado así el terrorismo, su eficacia es psicológica. No es un consuelo y de nada sirve recordar las decenas de miles de vidas al año que cosecha la violencia en México y en Estados Unidos, los miles de muertos al año provocados por los accidentes de coche en cada país, los 60 mil muertos en 2016 en EU por el consumo de opiáceos y demás drogas. No asustan. Sin embargo, la fría razón nos obliga a decirlo para darle su dimensión estadística al terrorismo. Una evaluación costo-beneficio enseña inmediatamente que el terrorismo es altamente redituable.

Los treinta atentados inspirados por el yihadismo en Europa no han segado mil vidas, mientras que los perpetrados en África, Medio Oriente y Asia con la misma inspiración ideológica, han masacrado muchos miles; no son noticias y nos dejan indiferentes. Eso debería obligarnos a modificar nuestra visión del fenómeno y dejar de culpabilizarnos, invocando “la herida de al-Ándalus”, la “islamofobia”, la no integración que explicarían esa violencia “religiosa” o “psicosocial”. Por lo pronto, me quedo con el imán de Alfortville, en Francia, Abdelali Mamoun y su libro Islam contra radicalismo, que se define como un “manual contra-ofensiva”. Dedica diez capítulos a lo que el Islam no es, refutando a los radicales con citas del Corán, antes de proponer medidas muy concretas para “nacionalizar el islam de Francia”.

Investigador del CIDE

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