Durante el último año, con motivo del debate político suscitado por las elecciones generales, se han revelado algunos consensos nacionales cuya puesta en práctica desataría de inmediato círculos virtuosos para el progreso económico y la estabilidad social del país. El abandono irreversible del paradigma represivo para combatir la drogadicción y la violencia, a fin de privilegiar un enfoque centrado en la salud pública. Y la falaz vinculación entre el salario y la inflación, que había dejado en la potestad de las autoridades financieras la determinación de los índices de bienestar mediante otra mecánica represiva que castigaba el ingreso de los trabajadores por decreto del gobierno.

Resulta innecesario reiterar que los salarios mínimos establecidos, así como los topes arbitrarios fijados para las remuneraciones contractuales, son ostentosamente contrarios al espíritu y la letra de la Constitución. En la agenda básica para este período legislativo todos los partidos coinciden en modificar el régimen salarial vigente durante más de treinta años —aun aquellos que en el ejercicio del poder decidieron envilecerlo—. También los sectores productivos, comenzando por los empresarios, reconocen que la expansión de un sólido mercado interno es indispensable para extirpar la afrentosa desigualdad y estimular el crecimiento económico.

Poseemos en nuestro tiempo los instrumentos estadísticos para determinar con precisión el deterioro del poder de compra de los trabajadores en cada nivel de remuneración. Conocemos la relación entre la línea de bienestar y el ingreso por familia. Podríamos cumplir puntualmente, si así lo decidiera el Estado mexicano, el mandato del artículo 123 constitucional que a la letra dice “Los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”.

Cuando fui secretario del Trabajo promoví la reforma constitucional para que las percepciones mínimas se establecieran anualmente, ya que la bianualidad castigaba excesivamente a los trabajadores. Desgraciadamente el abandono de estos principios, el desvanecimiento de la lucha obrero-patronal, la proliferación de los contratos de protección y la decisión gubernamental de cancelar el derecho de huelga, liquidaron los principales instrumentos de defensa de la clase obrera y contribuyeron exponencialmente a la concentración del ingreso.

La pérdida de la capacidad adquisitiva del salario mínimo en un 82% durante los últimos cuarenta años, es quizá el hecho más relevante de la historia económica reciente. La Cepal documenta que nuestro país es el único de AL donde el salario mínimo es inferior a la línea de la pobreza, es decir, que no cumple en ninguna medida los objetivos para los que fue creado. La OCDE señala, por su parte, que la mano de obra mexicana es la peor pagada de los 35 países miembros. Ello ha estancado su índice de competitividad como lo han manifestado las negociaciones del USMECA.

El diablo está en el detalle, decían los clásicos. Todos estamos de acuerdo en que es necesario impulsar de inmediato, conforme a los instrumentos legales vigentes, la elevación del salario mínimo hasta dos veces la línea de bienestar: 214 pesos diarios. La diferencia de criterios reside en el mecanismo que se establecería de modo permanente. Hay una creciente coincidencia en que debería definirlo y promulgarlo la Cámara de Diputados, la que a su vez se apoyaría en los estudios de un organismo técnico competente, sea un instituto creado con este propósito o el propio Coneval, que dispone de amplia credibilidad técnica y moral. Lo esencial es arrebatar al Banco de México su imposición sobre el modelo social del país. La versión contemporánea de la lucha de clases.

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