La mañana del domingo pasado amanecimos con la noticia de la muerte de Adolfo Sánchez Rebolledo, “Fito” como le decíamos sus amigos, quien fue un entrañable y profesional intelectual y político de izquierda, compañero de muchas batallas de mi padre, Gilberto Rincón Gallardo. La trayectoria de este hombre, militante primero del Partido Comunista Mexicano, luego del Partido Socialista Unificado de México y también del Partido de la Revolución democrática, es bien conocida. No podría agregar ningún dato adicional que no se haya difundido ya por la prensa, que no haya estado en boca de los amigos y amigas dolidas por la noticia de su fallecimiento, o que no se desprenda de esa curiosidad intelectual que lo llevó a escribir y publicar casi hasta sus últimos días. Sin embargo, lo que sí quiero hacer es reconocer dos líneas de la reflexión de Fito Sánchez Rebolledo como motivos de reflexión para la izquierda contemporánea: por una parte, la perspectiva histórica de nuestra lucha y, por la otra, la importancia de asumir responsablemente las causas sociales que son patrimonio de la izquierda y de ninguna otra fuerza política.

En el primer rubro, tendría que decir que, a veces, como siempre nos recordó Fito, la izquierda extravía el rumbo, sobre todo cuando pierde de vista la historia que la llevó de la lucha clandestina y violenta a la competencia democrática en las urnas. Durante mucho tiempo, se pensó desde la trinchera del marxismo que la lucha contra la dominación y la pobreza era una lucha contra enemigos absolutos. Por eso es que la ideología revolucionaria no reconocía enemigos legítimos sino enemigos de clase. Ellos y ellas, los detentadores de los medios de producción, eran parte inasimilable del problema y había que destruirlos. Las luchas revolucionarias costaron mucha sangre, la pérdida de muchas vidas, la destrucción de cualquier posibilidad de diálogo más allá de los compañeros de ruta. Pero cuando, desde la izquierda, nos empezamos a dar cuenta que las ideologías empezaron a hacer agua por todas partes y que los partidos izquierdistas de todo el mundo empezaban a ser vistos con suspicacia por la sociedad civil por su falta de estrategia y eficacia política, tuvimos que cambiar. Y eso no fue fácil. Como bien nos recordaba siempre Adolfo, los hábitos revolucionarios mueren lento. Pero por el bien de la lucha que se enarbolaba desde la izquierda, tuvimos que aprender a jugar las reglas del juego democrático; un juego imperfecto, con muchos resabios de burocracia e ineficacia, pero que implicaba reconocer que los enemigos no son absolutos sino contendientes en la arena electoral. Solo unos pocos, entre ellos Fito y mi padre, pudieron entrar a la lucha partidista y democrática.

Respecto del segundo rubro, es decir, de la acción responsable de la izquierda, Fito Sánchez Rebolledo siempre fue muy claro: las causas sociales y de justicia, respecto del presente pero también del pasado, son sólo patrimonio de la izquierda. Ni a la derecha ni al centro le alcanzan sus presupuestos ideológicos para fundamentar una acción decidida en contra de la desigualdad. A mi padre y a Adolfo siempre le dolía el hecho de que la izquierda mexicana fuera una izquierda de miras cortas, predispuesta a abandonar la mesa de negociación ante el más mínimo desacuerdo; más aún, que no se entendiera que la política democrática es trágica porque enfrenta no a héroes y villanos, sino a poseedores de verdades relativas que no se puede erradicar de manera violenta del espacio público. Por eso es que Fito siempre nos recordó que si perdemos la capacidad de negociación de la izquierda no sólo nos frustramos y nos hacemos daño como partidarios de un proyecto político, sino que restamos protagonismo a las causas sociales que nadie más va a retomar.

Me duele mucho la pérdida de Fito, como amigo y como intelectual de izquierda. Voy a extrañar su abrazo, su calidez, su orientación en momentos de duda. Pero también voy a echar mucho de menos esa capacidad de ver la política desde la izquierda y por la izquierda, lúcida, crítica y con la certeza de que vale la pena jugar al juego democrático, pero desde una posición que pondere a la justicia social por sobre otras causas políticas.

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